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La Galerna

·21. Oktober 2025

De la ausencia de Kroos

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Mientras el grueso de la opinión pública, adicto a las polémicas artificiales, se centra en maquillar de forma inexplicable —o, pensándolo mejor, de forma totalmente explicable— la acción de Nyom sobre Vinícius, los focos esquivan lo relevante. El verdadero tema que debería ocupar tertulias, columnas y desvelos no se está tocando con la hondura que merece, a pesar de que el elefante lleva paseándose por la habitación desde hace más de un año. El encuentro de Getafe constituyó la enésima prueba: el Real Madrid, ese equipo que a menudo vive entre lo sublime y lo absurdo, entre la orquesta sinfónica y el solo de batería improvisado en un garaje, continúa huérfano de un director. La vacante lleva sin cubrirse desde junio de 2024. Desde que Toni Kroos no está, el eco de su ausencia resuena más fuerte que cualquier protesta de banda o que cualquier controversia inflada mediante la burda selección de las repeticiones más ambiguas.

Este hueco no se mide en estadísticas ni en highlights, sino en el pulso invisible del partido, en esa cadencia que antes se modulaba con un cambio de orientación en diagonal, un mandar a parar o un toque que convertía el ruido en orden. El Madrid perdió, hace año y pico, bastante más que un futbolista: perdió su metrónomo, su sentido del tiempo. No es solo que falten sus pases; es que falta su pausa. Falta esa respiración intermedia, ese segundo suspendido en el que el rival se desordenaba mientras él, con solo perfilarse, recolocaba las piezas del tablero. Kroos no jugaba al fútbol: más bien lo editaba a su gusto, como esos realizadores perversos tratan de hacer con el relato. La virtud del alemán no era correr, sino detener el tiempo para que los demás supieran hacia dónde debían correr. Ahora, el equipo se atasca igual ante las defensas cerradas, pero, cuando hay espacios, su impaciencia acumulada se traduce en una ansiedad contraproducente: temeroso de no tener otra oportunidad, suele acabar precipitándose, víctima de la confusión entre intensidad y sentido.


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Los reemplazos no terminan de cuajar, cada uno por distintos motivos. Camavinga, en aquellos ratos en que las lesiones le permiten pisar el verde, intenta gobernar el caos como sabe: nunca disminuye la entropía y la aceleración, sino que trata de cabalgarlas a lomos de su energía. Sin embargo, cuando el contrario cierra líneas y embarra, cuando el duelo exige pensamiento y paciencia, su fútbol continúa alimentándose en exceso de la fe y del entusiasmo: potencia sin brújula. Tchouaméni, por su parte, es otra cosa. Sólido, serio, innegociable en el corte, pero incapaz de girar el juego con la naturalidad de quien ha nacido para ver el campo desde arriba, no desde dentro. Donde Kroos veía ángulos, Tchouaméni ve obstáculos. Y, por otro lado, al bueno de Aurélien le sucede como a Valverde: el abnegado compromiso de ambos los convierte en chicos para todo, condenados a parchear, esparcidos entre varias posiciones alejadas de aquellos roles en los que sus virtudes destacarían más.

Quizá Ceballos sea lo más parecido que queda en la plantilla para esa búsqueda de armonía. Tiene el compás, tiene la intención, tiene incluso el cariz de artesano capaz de buscar el detalle en medio del desorden. No obstante, carece de algo que Kroos tenía grabado en el ADN: la capacidad de elevar el nivel de su juego cuando el ruido del escenario es ensordecedor. En los encuentros grandes, donde el balón quema y el aire pesa, Ceballos aún mira de reojo al precipicio. El utrerano necesita subir ese escalón invisible que separa al buen músico del director de orquesta.

Kroos no jugaba al fútbol: más bien lo editaba a su gusto, como esos realizadores perversos tratan de hacer con el relato

Y luego está Güler, que no pretende dirigir la sinfonía, sino irrumpir en ella. Más cercano al mediapunta clásico que al centrocampista total, su fútbol es incisivo, casi pictórico: traza líneas hacia adelante donde otros dibujarían círculos. Es luz valiosísima en los últimos metros, pero a la lámpara le falta una ménsula que le permita aguantar los envites del medio campo. Aporta chispa antes que control, es pincelada antes que trazo. En un equipo que necesita estructura, Güler ofrece inspiración. Bendita, aunque insuficiente de momento. Desde luego, tiene potencial para desarrollarse como cerebro, si bien el Madrid no puede garantizar el tiempo que requiere su transformación sin resultados simultáneos que llevarse a la boca.

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De modo que, mientras se resuelve el concurso-oposición, el equipo parece condenado a vivir entre fogonazos: la genialidad de Bellingham, el empeño de Valverde, la pegada de Mbappé, la furia intermitente del actual Vinícius. Sin un hilo conductor constante. Hoy no hay quien pida la pelota y decida cuándo acelerar y cuándo dormir hasta que el rival se desespere antes de que lo haga el público del Bernabéu, sacando a relucir ese bisbiseo implacable de espera. Porque Kroos, en sus mejores tardes, se permitía hasta dirigir el murmullo de la grada.

Mal haría el madridismo en postergar este debate para ponerse a seguir a esos flautistas de Hamelin que prefieren minimizar golpes, inventar, fabular o escribir tratados de urbanidad a cuenta de los gestos de Vinícius, renegando de repente del hasta ayer alabado cancherismo del “Esto es fútbol, papá”. Es más fácil discutir la superficie, pero más útil analizar el vacío. En mi opinión, el problema del Madrid no está en las piernas sino en la cabeza: en la falta de una mente que piense el juego desde dentro, que lo ordene, que lo calme, y que guíe a un grupo de futbolistas merengues cuya calidad técnica a menudo supera su capacidad de discernimiento de la mejor elección. Una mente que convierta en sinfonía la jam session. Al fin y al cabo, pese a que la metáfora filarmónica pueda parecer demasiado manoseada, fue Xabi Alonso quien prometió el regreso del rock&roll. Y, aunque a veces el ruido resulte excitante, algunos no podemos evitar echar de menos la música.

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