
La Galerna
·28. September 2025
De otro modo lo mismo

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·28. September 2025
Mi abuelo, que en Gloria esté, me aconsejó alguna vez lo siguiente: “nunca te sientes a escribir si estás enojado porque te vas a arrepentir cuando ya sea demasiado tarde; sal a caminar o, mejor aún, espera al día siguiente”. Pues bien, el partido del Real Madrid contra el Atlético de Madrid ha terminado hace apenas unos cinco o seis minutos, y aquí me tienen, más campante que cualquiera, tomando café y con algunas palabrillas de escaza gracia para esparcir sobre esta página. Es que anímicamente estoy intacto. Hubiera preferido ganar, es más que evidente, pero las rabias más profundas me nacen siempre de la injusticia padecida de manos de los operadores del mal (con pito en la boca) y no del juego mismo, que puede salir cara o cruz según se conjuguen los accidentes y las voluntades. Por si fuera poco, lo que sucedió esta noche no es asunto novedoso: la fórmula se ha venido repitiendo sin que hasta el momento hayamos sido capaces de castigar como es debido semejante insolencia.
He vuelto a ver lo mismo que en los últimos años contra esos señores de rojo y blanco. Me refiero a una especie de empequeñecimiento, un temblor repentino que se percibe desde lejos, desde este lado del mar incluso; ya en el túnel que los conduce al terreno de juego, a los nuestros se les ve con la mirada perdida, como la de esas reses que en los mataderos desfilan hacia el patíbulo olfateando los vapores del degüello. Los brazos se les vuelven largos y los hombros, echados hacia adelante, les hacen agachar la cabeza y buscar por el suelo la excusa que saben muy bien van a necesitar cuando termine la jornada. No sé a ciencia cierta por qué sucede esto. No tengo manera de explicarlo sin echar mano de algún argumento propio del esoterismo psicológico hoy tan de moda. Pues eso.
Todas las campanas al vuelo de las últimas semanas han quedado en nada. La solidez defensiva (apenas tres goles encajados), la movilidad del balón, el “bloque alto” y todos esos lugares comunes que ponen de moda los comentadores oficiosos de este hermoso deporte se diluyeron ante la contundencia aplastante de una señora que no admite jamás reclamo alguno: la realidad. El Atlético de Madrid fue un equipo definitivo, sólido, movilizado por las convicciones de quien cree en sí mismo y reconoce ─además─ que vencer a un adversario de tal calibre lo devuelve a una liga de la que muchos lo consideraban ya excluido. Era matar o morir…y mataron.
Lo que suceda desde hoy hasta el final de la temporada al atleti muy poco le interesa. Han ganado esta noche su disputa dialéctica frente al espejo
Imagino que, a estas alturas, aquellos que hace unas horas perfumaban con inciensos la fotografía de Xabi Alonso, ahora mismo se estarán defecando en su genealogía. Se dirá, lo imagino, que no supo leer el partido, que fue un error lo de Bellingham, que los cambios estuvieron mal, que Ardita era el único con visión de juego en medio del vendaval y el caos…, imagino que todas estas cosas se dirán aderezadas con las injurias propias de quienes hacen del lenguaje una interminable secreción de purulencias. Yo no diré lo mismo, desde luego. Acaso optaré por el camino menos transitado de todos, el de la honestidad. No sé cuál es la causa de este desastre. Intentaré acaso esbozar una idea tan simple y tan poco original que casi me avergüenza: el Madrid se sabe superior en el presente, en el pasado, en el mañana, en el para siempre. Creo que cada tour por el Metropolitano es como la visita obligada de un padre divorciado que debe cuidar toda la tarde a un hijo insufrible acompañado de sus amiguitos igualmente repelentes. Simplemente no hay nada que pueda hacer para esquivar el compromiso. Aquí radica, me lo parece, ese desánimo o, mejor dicho, ese tedio, el aburrimiento infame que debe experimentar un monarca obligado una vez al año a tolerar durante largos minutos las majaderías del pueblo ebrio por los licores de su resentimiento. En cierto sentido es así: el carnaval que permite la perduración de un orden natural.
Esos caballeros de rojo y blanco, que de algún modo hay que llamarlos, celebrarán hoy su “campeonato”, tan falso como las prometedoras misivas remitidas por un príncipe nigeriano, pero a ellos les importa poco. Son así. No se pueden entender porque habitan por fuera del perímetro de lo razonable, porque son como el perro que gira mil y una veces persiguiendo su propia cola. Su victoria no computa en la columna de lo real sino en la de lo imaginario. No me cuesta suponer a estas horas algunos ojos enrojecidos por un alegre llanto y a más de un padre abrazando a su hijo, henchido de orgullo porque además de la carga genética ha sido capaz de heredarle a su retoño una misma maldición, una misma, incurable herida. Lo que suceda desde hoy hasta el final de la temporada a ellos muy poco les interesa. Han ganado esta noche su disputa dialéctica frente al espejo.
Se tenía que perder y hoy se perdió. La vida continúa y los días por venir siguen anunciando buenas nuevas. La plantilla es joven y el entrenador lleva poco tiempo entre nosotros; además, Alonso es un tipo que reúne dos cualidades fundamentales en cualquier estratega: inteligencia y astucia. Por si fuera poco, no es cobarde. Sabrá recomponer el rumbo y los jugadores, al menos aquellos con vergüenza, sabrán encarnar de una mejor manera el obligado compromiso del bendito escudo que los cobija y alimenta.
En cuanto a nosotros, pues qué quieren que les diga, caballeros. Lo repetiré en esta noche aciaga: se ganará y no poco, lo veo venir. Nuestra historia está llena de finales felices y tramas desventuradas. Ese es nuestro privilegio, el mismo que nos quieren arrebatar con la milonga esa del relato. Que se lo metan por las oquedades más recónditas y más oscuras de su cuerpo, que yo me quedo con la historia, que no es asunto superado sino semillero puntual de la esperanza. Que sigan con sus cuentos chinos, sus embustes, su interminable y desesperada demagogia. Lo que hemos sido aún nos acompaña. El fuego de la victoria que ha de iluminarnos mañana ya arde hoy entre nosotros.
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