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La Galerna

·7. Mai 2025

Viva Italia

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Para nosotros, los italianófilos, la pletórica noche de este martes ha sido la mejor del año deportivo. Serían las doce cuando, entre confuso y enfervorecido, servidor salió a la calle tambaleándose y voceando a pleno pulmón el himno de Italia. Las horas intempestivas evitaron acrecentar el carácter grotesco de la escena; de haber esperado a la mañana, probablemente me hubiese encontrado a multitud de madrugadores ancianos, y dudo que se hubiera entendido bien el chillarle a un nonagenario con andador aquello de siam pronti alla morte —“estamos preparados para la muerte”—.

En general, la predilección estética por Italia no constituye, a priori, ninguna muestra de originalidad. Uno echa un vistazo a su cultura y sus ciudades y no tiene que explicar demasiado la inclinación por el país transalpino. Resulta algo evidente, basta con tener ojos en la cara. Si bien conviene señalar que esta predisposición por defecto tiene su doble filo: la veneración basada en lo superficial muchas veces se convierte en una peligrosa coartada para romantizar los aspectos más denostables de la sociedad italiana; hay mucho aprendiz de Lord Byron que se permite interpretar la mafia como una seductora antropología meridional, o que se acerca a los asesinatos de Aldo Moro y a los turbios asuntos de Propaganda Due alimentado por el morbo que da el observar —paternalmente— a una nación desde la perspectiva de la dietrología. En cualquier caso, insistamos en que ni los italianófilos genuinos ni los oportunistas de Instagram han de justificar su favoritismo por Italia: todo el mundo lo comprende de manera automática. Algo que, por el contrario, casi nunca ocurre cuando hablamos de su fútbol.


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Hasta que Enric González nos regaló su formidable libro de crónicas, declararse seguidor del Calcio equivalía a una excentricidad superior a la afición por la numismática o la ornitología. Del mismo modo que hay quien cree que la mafia es El Padrino, la sempiterna cantinela del Catenaccio a menudo desacredita cualquier defensa argumentada de la Serie A, y sirve de base a esos enteraos que te explican la vida con cuatro brochazos para lanzarte una mirada desdeñosa en cualquier tertulia futbolística. Personalmente, considero que todos los madridistas, acostumbrados como estamos a sobrellevar muletillas y soportar clichés tan escasamente veraces como firmemente enraizados, debemos sentirnos cerca de nuestros hermanos italianos. Al fin y al cabo, a ellos también les acusan —con parecida hondura analítica— de “no jugar a nada”, así como tratan de minimizar la gloria de sus triunfos en el descuento. Sin embargo, tanto ellos como nosotros sabemos que finché c’è vita c’è speranza. Que se lo digan a Araújo, quien creo aún ronda el área pequeña del Giuseppe Meazza, buscando a Acerbi para evitar el tercero del Inter.

Además, el hermanamiento madridista-italiano no debe fundamentarse únicamente por el aguante ante la displicente soberbia del gafotismo ilustrado. No en vano los equipos de la Serie A nos han aportado un sinfín de alegrías más allá de la inmensa de este martes, y es de bien nacidos el ser agradecidos. A diferencia de la de Antonio Machado, mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla, sino de una prórroga en el Camp Nou, con la Juventus resistiendo con diez jugadores hasta que un tal Zalayeta vacunó a los locales en el minuto 114. Muchos años después, esa misma Juve llevaría al Barça de Aytekin Luis Enrique de nuevo al pelotón de fusilamiento, merced a un 3-0 incontestable. Resultado que a su vez anticipaba el de la temporada siguiente, mucho más suculento por venir a cargo de una humilde Roma; entrañable escuadra que supo sobreponerse al perjuicio arbitral de la ida para terminar dando la puntilla a lomos de nuestro ídolo Manolas, héroe helénico al que, si no me equivoco, Julio Iglesias le había dedicado una canción unas décadas atrás: se non è vero, è ben trovato.

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He dejado para el final los dos mejores episodios: aquella final de Atenas en la que el Milán de Capello pulverizó el cruyffismo y dejó una portada de SPORT apócrifa para la historia, y mi noche favorita entre todas: hace ahora quince años, el madridismo suspiró, mecido por la apacible brisa primaveral de Barcelona y refrescado por un puñado de aspersores.

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A estas alturas, creo que no hace falta insistir en que el próximo 31 de mayo me enfundaré la camiseta del Inter, sea quien sea su rival por la Copa de Europa. Por la canción melódica y la gazza ladra, por un panino devorado a orillas del río Arno, por el cine de Sorrentino, por las novelas del comisario Montalbano, por el Panteón de Agripa, por lo que —con perdón— nos ha dado Ancelotti, por la parte inteligible de Umberto Eco. Y, para qué negarlo, por lo que nos han ahorrado este año. Acaso, en última instancia, su triunfo pueda servirnos de espejo para la actitud con la que nuestros muchachos —¡y el club!— deben encarar la temporada que viene. «La vita è come il caffè: puoi metterci tutto lo zucchero che vuoi, ma se lo vuoi far diventare dolce devi girare il cucchiaino.» (La vida es como el café: puedes ponerle todo el azúcar que quieras, pero si quieres que quede dulce, debes mover la cucharita).

Viva Italia.

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