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La Galerna

·5 November 2025

Anfield y la caída de los espejismos

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Hay derrotas que no duelen, sino que instruyen. La de Anfield pertenece a esa rara estirpe de tropiezos pedagógicos, de bofetadas útiles. Un Real Madrid que parecía haber domesticado la Copa de Europa tropezó con un Liverpool que ya no es el de Klopp pero que conserva el viejo perfume de las noches británicas: humedad, músculo y fe. La derrota por 1-0 —gol de Mac Allister en el 61’, que no parece apellido de futbolista sino de ministro colonial— no fue una catástrofe, pero sí un aviso.

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Ayer dije que lo de Anfield era una piedra de toque sobre el verdadero potencial del equipo cuando se juega el pescado. Efectivamente, así fue. El Real Madrid no pudo hacer frente a la eficacia, el empuje y la competitividad de un Liverpool que salió con el cuchillo entre los dientes y conscientes de que el partido era más que una jornada de grupos de Copa de Europa. El partido era un test de idoneidad sobre el verdadero estado del Real Madrid y salió cruz. Ahora mismo, el equipo da muestras de que no está para competir en serio la competición. Es pronto, es noviembre y tiene arreglo, pero hay que arreglarlo.


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Hay derrotas que no duelen, sino que instruyen. La de Anfield pertenece a esa rara estirpe de tropiezos pedagógicos, de bofetadas útiles

El Real Madrid no perdió por un penalti no pitado ni por una expulsión injusta, sino por algo mucho más grave y silencioso: la ausencia del propio Real Madrid. Esa entidad abstracta que aparece en los grandes días y se impone por costumbre no compareció. Hubo camisetas blancas, sí, pero no ese intangible que convierte un despeje en un milagro o un contraataque en destino. Fue un partido sin alma, como una misa sin fe.

Durante tres jornadas, el equipo había parecido un reloj suizo fabricado en Valdebebas: precisión, elegancia y hasta soberbia. Mbappé marcaba sin despeinarse, Bellingham distribuía con un aire de seminarista inglés que ha descubierto la música negra, y Courtois paraba por deporte. La sensación era que el Madrid había vuelto a instalarse en su hábitat natural: la eternidad competitiva.

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Y sin embargo, en Anfield, ese espejismo se rompió. No por un desastre, sino por una concatenación de detalles. El Liverpool fue un equipo serio, enérgico y a ratos brillante, pero sobre todo fue un equipo coherente. Supo lo que quería hacer y lo hizo con la vehemencia de quien no tiene nada que perder. El Madrid, en cambio, se movió con la torpeza de quien duda entre cuidar el traje o ensuciarlo. Y en fútbol, ya se sabe: el que duda, corre detrás.

El Real Madrid no perdió por un penalti no pitado ni por una expulsión injusta, sino por algo mucho más grave y silencioso: la ausencia del propio Real Madrid

Se dirá que es solo un partido de la fase de grupos. Cierto. Pero hay síntomas que merecen atención. El primero: el equipo de Xabi Alonso parece empeñado en demostrar que la posesión no siempre es un signo de poder. Tuvo el balón, sí, pero no el control. Como si confundiera el medio con el fin, tocó más de lo que mordió. Y mientras Mbappé se aburría entre líneas y Vinicius parecía más pendiente del público que del balón, el Liverpool crecía a base de músculo y fe.

El gol llegó, como tantas veces en el fútbol, por una suma de pequeños descuidos. Falta lateral, centro medido de Szoboszlai y cabezazo imperial de Mac Allister entre los defensas, que observaron el vuelo del argentino como quien contempla un pájaro exótico. Courtois, el único que viajó a Anfield con la intención de trabajar, no pudo hacer más milagros de los que hizo.

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Hay algo casi bello en la manera en que el Madrid pierde ciertos partidos importantes. No es humillado, no se derrumba, no naufraga. Simplemente deja de ser él mismo. Es un fenómeno metafísico, casi poético: de repente, el mismo equipo que parece capaz de alterar las leyes del espacio-tiempo decide coexistir con la gravedad. En vez de levitar sobre el césped, se arrastra un poco. Y el rival, que hasta entonces se sentía condenado, descubre que puede tocar el cielo con las manos.

En Anfield no hubo pánico, ni escándalo, ni drama. Solo una sensación de desconexión progresiva. Como si los jugadores hubiesen olvidado qué los había traído hasta allí. Es la estética del error elegante: perder sin hacer el ridículo, pero sin oponer resistencia suficiente para evitarlo.

Courtois fue, una vez más, el guardián del decoro. En otro tiempo se habría dicho que “evitó una goleada”, pero esa frase ya suena a pleonasmo. Courtois siempre evita goleadas. Lo suyo ya no es salvar partidos, sino rescatar la dignidad colectiva. Paró lo parable y lo imparable, y aún tuvo tiempo de ordenar a sus defensas con ese tono de funcionario flamenco que da instrucciones para que no se le caiga la administración encima.

A su alrededor, los centrales resistieron con más pundonor que acierto. Carreras cumplió su función de esfinge: nadie sabe exactamente qué hace, pero lo hace con convicción. Y en el centro del campo, Valverde y Camavinga alternaron carreras heroicas con pérdidas absurdas, como si el partido fuese un experimento de laboratorio sobre la bipolaridad táctica.

Bellingham intentó ser capitán, mediapunta, mediocentro y psicólogo de sus compañeros, todo a la vez. Es el único que parece recordar que el fútbol no siempre recompensa la estética, y que a veces hay que ensuciarse las manos —o las botas—. Su frustración fue visible: cada vez que el balón no volvía, su gesto de desaprobación evocaba a un profesor inglés que descubre que su alumno favorito no ha hecho los deberes.

Conviene reconocerlo: el Liverpool jugó bien. Muy bien, incluso. Sin necesidad de épica, sin correr como pollos sin cabeza, con la serenidad de quien conoce su oficio. Szoboszlai fue el metrónomo, Mac Allister el puñal, y Salah, el viejo emperador que aún no abdica. Su entrenador, Arne Slot, parece haber encontrado el equilibrio entre el rock de Klopp y la calma de Benítez: un Liverpool que presiona sin perder la compostura.

Anfield, por su parte, volvió a ser Anfield. Esa catedral del ruido que convierte cada despeje en un acontecimiento y cada córner en un motín. No hay estadio más teatral: allí el fútbol es Shakespeare con botas. El público no anima, actúa. Y el Madrid, acostumbrado a los silencios elegantes del Bernabéu, pareció incómodo en esa ópera del sudor.

El entrenador blanco asumió la derrota con serenidad. Dijo que había sido una cuestión de “detalles” y que el equipo debía “aprender a no conceder faltas innecesarias”. Tiene razón. Pero entre los detalles se cuela algo más profundo: el Madrid no solo concedió una falta, concedió su esencia. En su intento por controlar el caos, olvidó que el caos es precisamente su hábitat natural.

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Xabi quiere construir un Madrid metódico, tácticamente irreprochable, donde todo obedezca a un plan. Pero el Real Madrid no es un plan: es una epifanía. Su grandeza no se basa en la previsión, sino en la inspiración. En la capacidad de sobrevivir a su propio desorden. Cuando lo domesticas, pierde filo. El reto del entrenador vasco será encontrar el punto exacto donde la estructura no ahogue al instinto.

Lo peor de la derrota no es la derrota, sino la tentación de dramatizarla. Algunos medios hablarán de “crisis”, otros de “bache”. Los mismos que hace una semana anunciaban el advenimiento de una nueva era galáctica ahora exigen sacrificios en el altar del resultadismo. Pero la verdad es más simple: el Real Madrid perdió un partido en Anfield, y eso, históricamente, entra dentro de la normalidad universal.

Lo importante es lo que se haga con la enseñanza. Si el equipo aprende que no basta con tener talento, que hay que acompañarlo con intensidad y orgullo, la derrota será un punto de inflexión. Si, por el contrario, se confunde serenidad con complacencia, la lección se repetirá en un escenario más cruel.

Ser el Real Madrid implica vivir sin red. No se perdona el error, no se admite el titubeo. Es la maldición de la grandeza: cada partido es un examen y cada fallo, un titular. Pero también es su privilegio: el único club capaz de convertir una derrota anodina en un debate filosófico.

El madridismo lleva más de un siglo discutiendo qué significa “jugar bien”. Lo de Anfield reaviva la cuestión. ¿Jugar bien es dominar o ganar? El Madrid, por historia, ha optado siempre por la segunda opción. Su estética es la del resultado. Pero incluso para ganar hay que saber sufrir, y ese sufrimiento estuvo ausente en Liverpool.

Los ingleses tienen un verbo maravilloso: to regroup. Reagruparse. No se trata de rendirse ni de lamentarse, sino de juntar las piezas y seguir avanzando. Eso deberá hacer el Real Madrid. Porque si algo define a este club es su capacidad para recomponerse sin perder la arrogancia. Ya habrá tiempo para la revancha, para el golpe en el Bernabéu que devuelva las cosas a su sitio.

Mientras tanto, que la derrota sirva como recordatorio de una verdad incómoda: incluso los dioses del fútbol necesitan sudar. No basta con tener la camiseta más pesada, ni la historia más gloriosa. Hay que jugar. Hay que morder. Y hay que hacerlo incluso cuando el cuerpo pide calma.

Conviene reconocerlo: el Liverpool jugó bien. Muy bien, incluso. Sin necesidad de épica, sin correr como pollos sin cabeza, con la serenidad de quien conoce su oficio. Szoboszlai fue el metrónomo

El Real Madrid de los últimos años ha construido su mito sobre la épica de la remontada, pero también sobre la sabiduría de sus derrotas. De cada caída ha salido más fuerte, más soberbio, más consciente de su destino. Lo de Anfield, si se interpreta con inteligencia, puede ser eso: una derrota útil.

Porque perder sin excusas, sin árbitro al que culpar, sin tragedia que invocar, obliga a mirar hacia dentro. Y ahí, en ese espejo incómodo, el Real Madrid suele reencontrarse con su verdadera identidad.

No hay drama, solo tarea pendiente. No hay crisis, solo exigencia. Y no hay vergüenza en caer si uno cae con estilo. En eso, incluso anoche, el Real Madrid sigue siendo el campeón del mundo.

Me despido como siempre… Ser del Real Madrid es lo mejor que una persona puede ser en esta vida… ¡Hala Madrid!

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