La Galerna
·23 December 2024
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Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a las 12 del mediodía.
Cecilio Santiago, el cabrero de la camiseta blanca, sabía que sus perros solo escarbaban en el corral cuando presentían malas noticias; por eso, cuando en aquella tarde de fin de año vio las acelgas mordisqueadas y el cantero de las escarolas pisoteado, se limó las uñas en la piedra de afilar, se lavó las manos con lejía y menta, y se pasó la Nochevieja en vela mirando al zaguán porque allí, en el suelo, había un frasquito de líquido dorado y la primera de las dos únicas cartas que iba a recibir en toda su vida.
La nota era de su novia, estaba escrita con los apremios de los que tienen un corrimiento de emociones, y sin tapujos y con el aplomo de lo irremediable, le decía que se había cansado de fregarlo con perborato para quitarle la peste a cabra, que le dolía la boca de masticar cilantro para que sus besos no le supieran a almizcle, y que, como quien se traga una arroba de polvorones de arena, la vida le había dado una sed tan fuerte que, para calmarla, se iba a beber los vientos del alquimista ambulante que se había instalado en la plaza por Navidad.
Desde mediados de diciembre, un italiano de acento musical y con modos propios de la sota de copas montó un laboratorio de bebedizos en el quiosco de música de la plaza. Aunque a la luz de unas guirnaldas lánguidas el genovés despertaba en las mujeres unas ganas irreprimibles de suspirar y una curiosidad asfixiante en los hombres que tenían problemas de alcoba, Cecilio no fue a verlo. Sin embargo, su novia le contó que había probado un brebaje de crisantemos y árnica que hacía que se te olvidaran los olores antiguos, que le había dado sorbos a una pócima con leche de higuera y rezos de clausura que te borraban los recuerdos de los amores rugosos, y que, solo por Navidad, el forastero guisaba una fórmula hecha con estramonio, polvo de oro y conjuros latinos que, aunque ella no lo había probado, hacía que los hombres chicos se llenaran por dentro de pasiones grandes.
Desde que se fue su novia, Cecilio Santiago estuvo meses chupando setas y masticando caracoles para que se le envenenara la sangre con algo que le distrajera la soledad, pero a pesar de comer lo mismo que sus cabras, no fue capaz de sentir otra cosa que la quemadura de los que pierden el rumbo. A Cecilio se le descompuso el futuro, se le vaciaron los calendarios y el mundo se le quedó tan liso, tan soso y tan ñoño, que la tarde que creyó que había vivido mucho menos tiempo del que llevaba vivo, se asustó tanto que decidió comprase una radio de bolsillo para que la sosera de los días no le acortara más la vida.
Pastoreando cabras con un orden gobernado solo por los ciclos solares, con el frasco dorado siempre en el zurrón y para huir de lo poco que le gustaban los escombros de su vida, Cecilio se fue aficionando a los programas de radio que hablaban de mundos lejanos. Poco a poco se le llenaron los huecos del pecho de distancias siderales, de nombres de galaxias, de estrellas fugaces, de cometas que pasaban una vez cada siglo y de cosas tan grandes que le ayudaban a hacer chicas sus miserias. Así aprendió que la Tierra, lo mismo que las emociones, estaba cosida al Sol sin hilos; y así aprendió que todo lo que veía y que parecía tan quieto como su propia vida, daba vueltas y vueltas para no caerse de bruces.
Después de meses, mientras los días se le hacían tan iguales que parecían consumirse de cinco en cinco, se dio cuenta de que lo que le rodeaba envejecía al ritmo de su falta de emociones. Por eso, porque le empezó a dar miedo el silencio del campo y porque siempre le andaban persiguiendo las sombras de los recuerdos, las tardes que suspendían los programas de viajes siderales por culpa del fútbol, por la necesidad de rellenar sus espacios vacíos y sin oposición alguna, se fue dejando vencer por un entusiasmo ajeno, contagioso y explosivo.
Aunque Cecilio nunca fue al cine para no hacerse cargo de las penas ajenas ni para vivir de entusiasmos prestados, por necesidad y para que la vida no se le escurriera por el colador de la insipidez, se dejó infectar por un veneno colectivo y aceptó como suyas las inquietudes de otros muchos. Fue así como se aficionó al fútbol, fue así como se hizo feligrés de un culto agridulce que le estiraba el tiempo, que lo levantaba del suelo, que le anudaba las tripas y que ,sin oposición alguna, le invadía el aire de los pulmones con un polizón tan grande, que aquellas tardes de gloria no solo se le pincharon en su calendario y se le tatuaron en los recuerdos, sino que le hicieron olvidarse de las escoceduras antiguas y le enseñaron que, lo mismo que el Sol con la Tierra, las ataduras más fuertes no se ven.
El fútbol se le fue metiendo en los rincones por donde solo cabía pasar lo más íntimo. Se le coló por debajo de las intenciones y, como una corriente de aire fresco, le fue apagando las velas viejas mientras le avivaba candelas nuevas. Aprendió que aquel sentimiento te dejaba acceder a un recinto mágico y distante sin llamar a ninguna puerta, y que una vez dentro, en cuanto repetías el conjuro, “halamadrid”, nadie te preguntaba por dónde habías entrado. Y de esta forma, como quien se envenena con setas que sabe tóxicas, queriendo atarse con las únicas cuerdas que lo hacían libre, fue cambiando los viajes estelares por otros que salían del andén de las emociones, las estrellas fugaces por otras tan ligeras como saetas, y la oscuridad de los agujeros negros por un universo vestido de blanco.
La primera vez que aquella pasión le llenó los calendarios de fechas imborrables, fue un día de finales de mayo del año catorce. Ese día se puso una camiseta blanca con el número cuatro pintado con Kanfort, se cosió un escudo de plástico en el pecho y se pasó el día masticando hinojos porque las cabras apestaban tanto a almizcle que intuía que aquel iba a ser un viaje al centro de las emociones. Y así fue, a esas horas de la noche en la que estaba empezando a rumiar la pérdida dolorosa de algo que nunca había sido suyo, a esa hora, le estallaron las pasiones de tal forma, que a pesar de que Cecilio nunca tuvo tierra ni para hacer un remolino, aquel cabezazo del minuto final se le hinchó tanto que lo hizo sentirse como si fuera el dueño del mundo.
En los años siguientes, Cecilio tuvo que lastrar su zurrón con piedras gordas porque aquella sensación de ingravidez lo había llenado de emociones tan pesadas que lo levantaban del suelo. Por entonces, como su mundo vacío se le llenó de almanaques con fechas troqueladas, y como quedó enredado en una maraña de hilos invisibles, la vida espinosa que heredó de su soledad, se le hizo redonda y suficiente de tanto ir y venir desde los cortinales al centro de la galaxia blanca. Pero una noche fría del cierre del año, cuando estaba convencido de que no se había inventado nada mejor que los goles para que los hombres chicos fueran dueños de pasiones grandes, esa noche de Navidad, se volvió a encontrar el corral minado por las escarbaduras de los perros y la segunda carta en el suelo del zaguán.
Para protegerse se puso la camiseta blanca, se acostó sin oír las campanadas de fin de año y esperó sin dormirse a que amaneciera para abrirla. La leyó al día siguiente en medio de una tierra que producía días tan iguales que dudó de cuántas veces había vivido aquello. Estaba escrita en un lenguaje que no entendía, allí y mientras miraba hacia un mundo repetido, le hablaban de calentamiento global, de emergencias climáticas y de efecto invernadero, y en el último párrafo y con letras más marcadas, le explicaban que, entre millones y por su modo de vida, había sido seleccionado para viajar a otro mundo, a otro planeta en un viaje futuro para salvar a la civilización.
Esa noche, cuando encerró las cabras, se volvió a lavar las manos con lejía y menta, se limó las uñas con la piedra de afilar, se puso la camiseta, se bebió de un trago el frasco dorado y esperó a que los vapores de las emociones se le expandieran. Cuando las pasiones se le hincharon hasta disimularle los miedos, salió a la puerta para hablar con los periodistas que llevaban toda la noche iluminando su calle con las guirnaldas de sus focos y de sus flases, les regaló una quincena de mantecados y, como si ellos fueran la conexión con los Magos de Oriente, les leyó una carta amable escrita con la letra de los que tienen algo empujándole desde dentro. Les dijo que había aprendido por la radio que las emociones son la única fórmula válida de inmortalidad, que los corazones se nos hacen de papel de fumar y se arrugan sin el peso de las pasiones, y que la memoria se escapa como los globos de feria si no se ata a un suelo firme. Les contó que le dijeran a los que capitaneaban el mundo que él no se iba, que se quedaba para siempre aquí porque solo sabía hacer viajes al centro de la galaxia blanca, y porque, según la radio, las comunicaciones son tan lentas después del cinturón de asteroides, que los goles del Madrid le iban a llegar con tanto retraso que, si algún día el mundo se viene abajo, él prefería caerse con todo el equipo, con su equipo.