REVISTA PANENKA
·5 de diciembre de 2024
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·5 de diciembre de 2024
Es terrorífico: me pasé años defendiendo que Ricardo Quaresma era uno de los mejores jugadores del mundo. Daba igual que nunca metiera más de diez goles por temporada. Daba igual que se marchara de los clubes por el patio trasero. Daba igual que su carrera se fuera consumiendo como esas cerillas a las que la llama retuerce hasta reducirlas a ceniza. Para mí, si me preguntaban, era un cañón. Ahora me doy cuenta que si de pequeño disfrutaba más el fútbol era porque le pedía menos cosas para que me gustara: una camiseta molona, una cinta en el pelo, un pase de espuela, unas botas amarillas, un número exótico (el ’99’ de Ronaldo en el Milan, mamma mia), un central despejando de chilena. Miraba los partidos como quien una noche de agosto se tumba en la playa del pueblo y levanta la vista esperando que los fuegos artificiales lo pongan todo perdido de colores. Y si a Quaresma lo había sentado en mi altar, lógicamente, no era por sus desmarques de ruptura o su trabajo sin balón; era por esos golpeos con el exterior, estéticos, bravísimos, que duraban un segundo en la tele pero que se quedaban dando vueltas en tu cabeza durante siglos. Cada vez que Modric o Lamine le dan a la bola con esa parte del pie, aunque sea para devolvérsela al recogepelotas, regreso a esos días en los que lo pequeño todavía podía ser enorme, lo único que importaba, y soy feliz. Probablemente haya cien gestos más efectivos, más útiles y más convenientes que emplear en un campo de fútbol. Pero, ah, qué gesto, qué estilo, qué lujo, qué preciosidad. Imposible dejarlo atrás. Dan ganas de mandarlo todo a paseo, el partido, el marcador y la clasificación, solo para poder verlo una vez más. Julio Ramón Ribeyro era un autor descomunal que a mí, con uno de sus libros, me cambió la vida. Ocurre que, además de escribir, que lo hacía maravillosamente, y por lo que se ganó la eternidad, también era adicto al tabaco, como podía apreciarse en casi todas las fotos que le sacaban. Un día le preguntaron con cuál de las dos cosas se quedaba. El tipo no dudó: “Para mí escribir es un placer complementario al arte de fumar”.