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·7 de octubre de 2025

Camavinga selección (de trajes)

Imagen del artículo:Camavinga selección (de trajes)

Una hincha como yo solo necesita una noche rumiando en sueños las buenas noticias para hacer categoría de los brotes verdes, y por eso andaba yo entre la esperanza y la incauta euforia después de la media hora que facturó Eduardo Camavinga, saliendo desde el banquillo, ante el Villarreal.

Estuvo soberbio, dictando lecciones de centrocampismo exuberante a la par que serio —equilibrio siempre frágil—, internándose con su zancada expeditiva y rebañando providencialmente un balón en boca del gol visitante. Dio para soñar que puede estar de vuelta el jugador, indomable y también virguero, pleno de despliegue y peligro, que nos hechizó en los dos años en los cuales contribuyó de manera importante al logro de dos Champions, dos ligas y no sé cuántos otros trofeos.


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Sin embargo, al día siguiente se incorporó Eduardo a la concentración de la selección francesa, que es como cuando tu marido se incorpora a la despedida de soltero de un amigo aún en dicho estado: de ahí no puede salir nada bueno. Temíamos por los infortunios habituales (lesiones, juergas raras, declaraciones altisonantes), pero el destino nos tenía reservado algo quizá no tan grave, pero sí más chocante y pasmoso.

Vaya por delante que un futbolista puede vestir como estime oportuno, faltaría más. Atrás quedaron los tiempos en que Santiago Bernabéu obligaba a los yeyés a cortarse la melena o se metía con sus indumentarias. Para bien o para mal, el Real Madrid ya no tiene poder real (valga la redundancia) para meterse con las camisas (de once o sucesivas varas) que luzcan (?) sus empleados, como tampoco con sus pantalones bombachos ni con sus bolsos de abuelas maternas saliendo de viaje de verano a los confines de la playa del Sardinero, si las hubiere. Esos tiempos en los que Saporta te compraba hasta los zapatos han prescrito, como las cosas de Negreira, y tanto en uno como en otro caso no resta sino aceptar los signos de los tiempos con resignación.

En lo que nadie puede meterse es en las sensaciones del hincha, que contemplando fotos como esta solo pueden ser de estupefacción y reparo. No en sí mismo por lo que las fotos muestran, sino por los síntomas que puedan denotar. Todos asumimos, con mayor o menor desazón, que un veinteañero con escasa formación y lustrosa cuenta corriente puede propender de manera natural a un cierto nivel de horterismo, pero que se vista como la tía Chon es más difícilmente digerible, con el agravante de que la tía Chon llevaba una chaqueta como esa pero que no costaba lo que sin duda cuesta esa (en realidad no queremos saber el precio, bastante trauma arrastramos desde el momento en que nuestras esperanzas de un gran año de Eduardo se vieron truncadas a resultas de esta visión).

En la mano de Camavinga está el demostrar que nuestros temores son infundados, que su indumentaria no es presagio de su fútbol y que todo ha sido un simple y sentido homenaje a Mrs. Roper

Quizá no tengan por qué verse truncadas, ya lo sé. Es solo lo que atuendos de estas características (suponiendo que este atuendo en concreto caiga en algún rango o categoría antes conocida) suelen traer consigo, es decir, y como mínimo: disipación mental, adicción a la extravagancia en perjuicio de lo básico (o sea, el juego), inmadurez trasladable al terreno de juego (ojalá no), luces cortas y viradas hacia dentro. Ya sé que no tiene por qué ser así, y que vestirse de eso —sea lo que sea “eso”, como si es de burgomaestre dieciochesco o de vedette del Lido— no debe necesariamente conducir a un mal desempeño sobre el campo, si uno sabe separar una cosa de la otra. Mas los presentimientos más sombríos nos acechan inevitablemente ante visiones de ese jaez. No hemos nacido ayer, y sabemos leer las señales.

En la mano de Camavinga está el demostrar que nuestros temores son infundados, que su indumentaria no es presagio de su fútbol y que todo ha sido un simple y sentido homenaje a Mrs. Roper.

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