Fondo Segunda
·27 de septiembre de 2024
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·27 de septiembre de 2024
Tuvo muchas opciones para salir, en busca de una dirección más deseada. En busca de un lugar tranquilo, alejado de la tensión permanente en la que vive instalado el Cádiz CF desde hace ya tiempo. Pudo disfrutar del caviar y de una copa espumosa de champán sentado entre reyes, pero prefirió bajar al barro como plebeyo sabiendo que, aun así, no le esperarían días fáciles por delante para asegurar cada semana su supervivencia; porque en un polvorín como es el entorno de un Cádiz en Segunda, cualquier chispazo es capaz de causar el mayor de los desastres. Cualquier paso en falso es suficiente para pedir la guillotina. Chris Ramos lo sabía.
Sabía que iba a ser una temporada complicada. Sabía que la crítica le iba a acompañar como el peor de sus tormentos; como una alargada sombra que es incapaz de dejar atrás. Ni él ni el resto de sus compañeros, pero sólo por ser de la tierra, la crítica en su caso crecería en intensidad. Lo haría porque de él se esperaría mucho más. Se esperaría que fuera el emblema, la bandera y el estandarte. El pulmón, el alma y el corazón. La referencia del equipo. Un nato ganador. El delantero que lo pelee todo hasta la extenuación. Hasta el momento de ver al Cádiz de regreso en Primera División.
La crítica, la frustración, el nerviosismo… Todo se lo echó a la espalda Chris Ramos antes de desviarse en el camino para continuar con el Cádiz CF hacia un destino más frío y oscuro, aunque esto supusiera tener que rechazar a varias pensiones que le ofrecieron amparo y protección. Pocos intrépidos hubieran tenido el coraje suficiente para no tomar una mano de auxilio, mientras el nivel del mar sube peligrosamente amenazando con cubrirle al completo. Pero Chris Ramos no lo hizo por valentía. Lo hizo por puro sentimiento, porque el Cádiz CF le duele de verdad. En situaciones de euforia desenfrenada, su sonrisa es aunque sea un milímetro más amplia que la de todos los demás, mientras que en momentos de profundo desconsuelo, es a quien le devora la furia por dentro cuando al resto tan solo les incomoda con unos pocos bocados.
Es por ello que siempre mete la cabeza en la lucha por cada balón imposible; porque, además de que tiene una capacidad para el remate apabullante como si el mismísimo Santillana hubiera posado su mano sobre su hombro al nacer concediéndole una especie de poder divino que le facilita la tarea, no tiene el más mínimo temor a estrellarse contra la muralla defensiva construida con puro hormigón por el contrario. Chocar con el portero o con cualquier férreo defensor. Saltar a los cielos por cada balón, aunque una aparatosa sutura en la cabeza sea la consecuencia más inmediata de una disputa que se presenta, de antemano, con una posibilidad remota de acabar en celebración. Lo hace porque cualquier lesión física duele mucho menos que una herida en el corazón. Y el de Chris Ramos late en amarillo y azul.
Son pocas las cosas capaces de causar un dolor comparable al de presenciar como el equipo de su vida, ese con el que soñó tanto desde pequeño, se derrumba, se encorva y se desgarra. Se retuerce entre alaridos sin ser capaz de levantarse con destino hacia un futuro mejor. Una caída en el infortunio que, por una cuestión de sentimiento, le ha hecho evolucionar, hasta hacerle escapar de sus demonios y sacar, como respuesta, una fuerza arrolladora capaz de cambiar cualquier cosa: desde el ánimo del aficionado, hasta una posición más alta en una igualadísima clasificación. Un impulso poderoso. Un paso definitivo hacia el frente a base de goles, que se asomó en Castalia solo para terminar de refrendarse ante el Cartagena.
Actuaciones estelares que demuestran que lo que pudo ser puramente anecdótico es una contrastada realidad. Chris Ramos ha vuelto de la mano de una versión absolutamente bestial que, aparte de hacer goles, la ha llevado a esculpir, con sus propias manos, la piedra entera que sustenta a la ilusión de toda una ciudad. Chris Ramos ha participado, de forma más o menos directa, en casi el 90% de los goles que ha marcado el Cádiz en lo que llevamos de temporada en Segunda División. Ya sea luciendo como actor principal de la película o currando como el que más fuera del foco. Celebrando tantos para consagrarse como salvador o cometiendo penaltis como hizo ante el Tenerife, el Levante o el Castellón, para que otros sean los que suban sus nombres al marcador.
Un héroe para el cadismo que hasta la lógica matemática- esa quisquillosa que siempre aporta datos tan irrefutables como inciertos, como que un cero a cero siempre es un soberano tostón- no ha tenido más remedio que rendirse, resignada, a los pies del nuevo monarca de la Tacita de Plata. Los datos le realzan. Las sensaciones sobre el campo también le avalan. Lo fantasioso y lo razonable no pueden hacer más que firmar el acuerdo ante la llegada de un fenómeno que desata la locura y destroza gargantas cada fin de semana. Todos se desgañitan, pero él no… Chris Ramos se mantiene en el silencio más sepulcral. Ha conseguido dominar el arte de la templanza.
Tan solo se lleva los dedos índice a los oídos y cierra los ojos, como aquel que trata de encontrar el camino de escapatoria hacia una realidad paralela, donde la crítica no existe y las quejas hacia el Cádiz por parte de sus propios aficionados, también brillan por su ausencia. Es en ese bendito momento, donde este futbolista venerado como ser divino, suelta una sonrisa escurridiza que sirve como recordatorio de que es una persona de carne y hueso, que muestra sus sentimientos más sinceros como lo harían los demás terrenales; pero, por encima de todo, nos recuerda que está disfrutando, que está gozando de lo lindo con una simbiosis perfecta. Porque cuando el Cádiz está bien, también lo está Chris Ramos. Y cuando Chris Ramos está bien, también lo está el Cádiz.