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La Galerna

·21 de noviembre de 2025

El negocio de romper jugadores

Imagen del artículo:El negocio de romper jugadores

Otra vez. Otra ventana FIFA. Otro festival de medallas emocionales para las selecciones y otro cementerio de articulaciones, fibras y tendones para los clubes. España está clasificada para el Mundial tras empatar 2-2 contra Turquía en La Cartuja, y por lo visto eso debería bastar para poner a medio país a golpearse el pecho como si hubiéramos completado una hazaña digna de museo.

Mientras jugadores como Militao vuelven lesionados de sus partidos internacionales, desde los púlpitos de poder futbolístico, alguien pronuncia la frase más insultante del diccionario deportivo moderno: “Todo esto entra dentro de la normalidad”. Pues no. No entra. No debería entrar. Lo que entra dentro de la normalidad es que las selecciones jueguen al final de la temporada, no en mitad de ella como si fueran un corte publicitario que nadie pidió.


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El fútbol de clubes es una narrativa continua. Una historia que se construye semana a semana con lógica interna, con progresión, con ritmo. Los entrenadores diseñan pretemporadas pensando en picos físicos. La competición exige adaptación, madurez, automatismos. Nada de eso tiene sentido si cada dos meses alguien tira del freno de mano y obliga a todos a bajarse del coche para cantar el himno. Estos parones no funcionan como pausa: funcionan como interrupción quirúrgica. Si el fútbol fuera una sinfonía, las selecciones serían el tipo de invitado desagradable que apaga la música a mitad del concierto para enseñar fotos de sus vacaciones.

Y mientras esto ocurre, el aficionado observa la situación con resignación. Porque nadie está esperando emocionado un España-Turquía en noviembre. Ningún aficionado revisa el calendario pensando: “Qué maravilla, hay parón FIFA”. Al contrario: la reacción es siempre la misma y universal: un suspiro, un “otra vez, no”, un “a ver cuántos vuelven enteros”. Hemos normalizado el miedo físico. Antes del parón se celebran goles. Después se celebran resonancias limpias.

Si el fútbol fuera una sinfonía, las selecciones serían el tipo de invitado desagradable que apaga la música a mitad del concierto para enseñar fotos de sus vacaciones

Pero lo peor no es el daño físico: es la mentira moral que lo acompaña. Los clubes pagan salarios millonarios, pagan instalaciones científicas, pagan nutrición personalizada, pagan vuelos privados, pagan control de cargas, GPS, readaptación, psicología deportiva, crioterapia, datos biométricos y seguimiento constante. Pagan, pagan todo. Y mientras pagan, alguien levanta el dedo desde un despacho en Zúrich y dice: “Ahora me lo llevo diez días”. No importa si hay jornada decisiva de liga. No importa si viene un clásico. No importa si el jugador arrastra molestias. No importa si el cuerpo técnico ha planificado la carga con precisión quirúrgica. Se lo llevan. Lo usan. Y lo devuelven. A veces entero. A veces en ruinas.

Y luego está la hipocresía: cuando un jugador se lesiona con la selección, se habla de orgullo, entrega, compromiso nacional. Cuando se lesiona con el club, se habla de desgaste, exigencia económica y abuso de calendario. ¿Tanto cuesta decir la verdad? Las selecciones viven del cuerpo de los clubes. Se alimentan de él. Lo consumen.

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Y aún hay quien se pregunta por qué crece la desafección del aficionado hacia el fútbol internacional. Pues por esto, porque estos partidos no responden a emoción, ni a historia, ni a épica. Responden a facturación, responden a contratos televisivos. Responden a federaciones con más estructura burocrática que el Senado, aunque generan menos impacto que un partido de Copa en diciembre. El aficionado no es idiota: distingue entre lo importante y lo accesorio. Y estos parones son el equivalente futbolístico de un playmobil en misa: molesto, incomprensible e innecesario.

La solución es tan simple que provoca risa amarga: todas las competiciones de selecciones deben jugarse en verano. En bloque. Sin interferencias. Como se juega un Mundial, como se juegan los Juegos Olímpicos, como se juega lo que tiene sentido. Un mes completo de nacionalismo emocional, cervezas, terrazas, televisores en plazas, banderas en balcones y noches eternas. Entonces sí hay recuerdo, hay épica, hay relato. Un España-Turquía en junio puede ser aventura. Un España-Turquía en noviembre es ruido.

La solución es tan simple que provoca risa amarga: todas las competiciones de selecciones deben jugarse en verano. En bloque. Sin interferencias

Y mientras ese sistema no cambie, seguiremos viendo lo mismo: clubes ajustando alineaciones con parches, jugadores acumulando kilómetros como camioneros sin convenio y entrenadores inventando formas nuevas de no perder puntos mientras su vestuario regresa con tiritas. El Real Madrid, que debería estar planificando el próximo tramo de temporada, está en cambio preguntándose si podrá alinear a los que han regresado vivos. Y el aficionado, que no debería pensar en resonancias, está mirando calendarios médicos como si fueran quinielas.

Porque hay una verdad final, definitiva, que tumba cualquier discurso institucional: un músculo no entiende de patrias. Un cruzado no distingue himnos. Una rotura fibrilar no sabe si la camiseta era de club o selección. El cuerpo no entiende símbolos: solo entiende esfuerzo y descanso. Y ahora mismo está recibiendo esfuerzo sin descanso porque alguien decidió que un noviembre con selecciones es más rentable que un noviembre con liga.

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Así que sí: enhorabuena a España por clasificarse. Pero no me pidan que aplauda el sistema que lo ha hecho posible. No me pidan que aplauda un formato que destroza el ritmo competitivo. No me pidan que aplauda una situación que beneficia siempre a los mismos y perjudica siempre a los de siempre. Y sobre todo no me pidan que crea que esto es inevitable. Porque no lo es.

Lo inevitable es que si seguimos con este calendario, seguiremos contando bajas. Seguiremos viendo a jugadores rotos. Seguiremos teniendo partidos sin alma entre selecciones con aficionados bostezando. Lo inevitable es que este modelo seguirá dañando aquello que sostiene al fútbol moderno: el club. Lo inevitable es que seguiremos repitiendo esta conversación hasta que alguien, por fin, recuerde lo esencial: el fútbol no lo sostiene el patriotismo. Lo sostienen los calendarios coherentes. Lo sostienen los cuerpos sanos. Lo sostienen los clubes. Y cuando se olvida eso, todo lo demás —incluido un empate contra Turquía— es solo ruido envuelto en banderas.

Me despido como siempre, ser del Real Madrid es lo mejor que una persona puede ser en esta vida… ¡Hala Madrid!

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