
La Galerna
·25 de mayo de 2025
"El que tiene que venir es Modric"

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La primera vez que oí su nombre y el del Real Madrid en la misma frase debió de ser en los altos del Café Comercial. Por entonces todavía era un sitio donde los viejos iban a jugar al ajedrez y, en las noches de partido, a despotricar de un Madrid que jamás iba a igualar al suyo. Habían visto a Gento y a todos los demás, así que no iban a conformarse con menos. Al fondo, acodado en una mesita, quien me mencionó al croata no fue ninguno de ellos, sino mi amigo Miguel, que debía hacer la media perfecta entre mi edad de entonces y la del resto de la concurrencia. No era lo que se dice un descubrimiento, porque Modric ya se había destapado en la Eurocopa de 2008, pero después se había ido al Tottenham y se había quedado en el lugar de la memoria donde se guardan las canciones del verano.
—¿Modric? ¿En serio?
—Hazme caso —dijo con el aplomo de los visionarios. —Es un genio.
Yo pensé que le cegaba la pasión, y ahora tendré que explicar por qué. Miguel no era precisamente un panenkita —quizás los llamábamos todavía parabólicos—, es decir, los futboleros compulsivos que tienen equipo favorito en la Premier y se tragan hasta la segunda división turca, sino que lo suyo era y es el Madrid, en su versión de veteranos, noveles y mocitas madrileñas. El de toda la vida, para entendernos, del que él era y es un aficionado de los de siempre. Si hubiera que definirlo de alguna manera, diría que en algún tiempo pasado, vestido de pantalón corto, no fue otra cosa que un pirracas. Con el paso de la vida habría llegado a ser un señor madrileñísimo cualquiera, que es lo mismo que ya es en realidad, pero en su biografía se vino a cruzar Sandra para aportarle especificidades, porque juntos crearon una improbable familia hispano-croata. Quienes los conocemos sabemos la pasión con la que se han vivido en su apartamento los duelos entre ambas selecciones, y en su tienda de alimentación del barrio de Justicia —ya saben, metro Tribunal— hay una tele donde se han visto más Copas de Europa que las que hay en el Camp Nou. Después de cada una de ellas los cuatro miembros de la familia se iban en procesión a Cibeles. Hablo en pasado porque aquello, lamentablemente, ya no va a repetirse más. La próxima copa les pillará en otra parte.
Se les ha venido encima lo que cualquiera en su situación consideraría una desgracia. Sin embargo, creo que Sandra será cauta a la hora de administrar esa palabra, pues los motivos por los que ella dejó su país son paralelos a los de Modric. La puta guerra, claro. Sin eso quizás nos los habríamos perdido en Madrid, pero Sandra y Luka —igual que todos sus compatriotas que ahora tienen pasaportes de cualquier otro sitio— a buen seguro cambiarían todas las alegrías vividas por evitar tanto dolor, tanto desgarro. Como nuestro Luka, Sandra es currante y talentosa. Desconozco los detalles de su historia con Miguel (y está bien así, a ver a quién debería interesarle más que a ellos), pero tengo entendido que él tardó en escuchar su voz: sólo comenzó a hablarle cuando manejaba el español con solvencia. En esta anécdota subyace el eco remoto de aquel país desaparecido, Yugoslavia, demasiado optimista como para ser cierto, capaz de adoptar las rancheras mexicanas cantadas en serbocroata como música popular.
La puta guerra, claro. Sin eso quizás nos los habríamos perdido en Madrid, pero Sandra y Luka —igual que todos sus compatriotas que ahora tienen pasaportes de cualquier otro sitio— a buen seguro cambiarían todas las alegrías vividas por evitar tanto dolor, tanto desgarro
Tal vez la amistad de nuestras perras antecedió a la nuestra. No lo recuerdo, la verdad, y ellas ya no están para preguntárselo. Pero sí puedo decir que para cuando yo conocí a Sandra ya hablaba castellano sin acento (puede presumir de haber superado al 10 del Madrid) y de vez en cuanto recibía a sus padres, que venían a visitar a sus nietos españoles. También la familia de aquí pasaba algún verano en las idílicas costas croatas, y ahí imagino a Miguel enhebrando conversaciones como buenamente pudiese con su familia política, cayendo de forma inevitable en el tema más global de nuestros tiempos: el fútbol, el Madrid. De ahí le venía a él ese seguimiento exhaustivo del croata que todavía vestía el 14 de Cruyff (y hasta se le parecía). En mi visión de las cosas, mi amigo Miguel supo verlo todo mucho antes que Mourinho.
Claro, que fue el portugués quien lo ganó para la causa. Hoy vivimos tiempos de precocidad en la élite nunca vistos —¿aún no les ha dicho nadie hoy la edad de Lamine Yamal?—, pero Modric vino a Madrid en lo que antes se consideraba el pico del futbolista, con el abismo de la treintena y sus incertidumbres ya a la vista. ¡Cuán fácil hubiera sido para Luka quedarse a vivir en la postal del córner de Lisboa! Los madridistas nos hemos pasado una década buscando a Ramos cada vez que la tele ofrece ese ángulo concreto, pero él estaba hecho de otra pasta muy diferente. Tres anécdotas lo ilustran.
De sus primeros tiempos en el club se recuerda una historia fuera del campo. Essien, aquel mediocampista efímero de los meses más diletantes del mourinhismo, invitó a toda la plantilla a cenar por su cumpleaños, y sólo se presentaron dos. Fueron Ricardo Carvalho —excompañero suyo en el Chelsea— y nuestro Luka Modric, que aún era un meritorio en Concha Espina. Cabe imaginar que los vestuarios de un equipo de superélite son una berrea de egos, y en esa foto se percibe el antídoto, porque hay una sonrisa de dientes todavía torcidos en la que está consignado el germen de una capitanía legendaria. Los equipos se cosen con personas como Luka, que unen a su calidad futbolística la otra, la que de verdad va a importar al final del camino, cuando las botas colgadas tengan polvo.
También es memorable aquella celebración en alguna de las Copas de Europa —imposible saber cuál, son demasiadas— en el que los brasileños se unen para retratarse con la orejona. «Luka, tú eres croata», le dicen cuando se mete en medio, pero él se queda en su sitio diciendo que juega como brasileño (así, sin artículo, como suelen hablar los balcánicos). Y a ver quién iba a negárselo... ¡ya querrían muchos brasileños saber jugar como él! En esa guasa, en esa risotada compartida entre personas que no pegan ni con cola, se puede intuir el hilo invisible que deshace los clanes y las disputas que siempre agujerean a cualquier grupo humano (sea un equipo de fútbol o un país entero).
Y la tercera: a Modric le hemos visto entregar el Balón de Oro a su sucesor. Nada menos que a Messi, colosal adversario del Real Madrid y de la selección croata. Como lo cortés no quita lo valiente, años después también lo vimos vaciarse para cortarle al argentino uno de sus característicos galopes durante una remontada. Esa acción suya se jaleó tanto en el Bernabéu como cualquiera de los goles inapelables, como cualquiera de las asombrosas asistencias que sembró en nuestros recuerdos a lo largo de trece años. Y es que el mismo Luka lo había predicho a sus compañeros en esa noche imposible: si conseguían darle la vuelta a la eliminatoria, ganarían la Champions. Para decir algo así hay que verlo muy claro... ¡eran los cuartos de final!
Vistos los resultados de sus respectivas visiones, habrá que convenir que tanto Miguel como Luka tenían razón. El Madrid se llevó esa Champions alucinante y Modric era, en efecto, un genio. Por eso, hoy, en el día de los balances, tengo que empezar a mirar a mi amigo como miraría a un profeta: él vio al 10 del Madrid antes que nadie.
Si están ustedes en Madrid y pasan por la boca del metro de Tribunal, suban por la calle Churruca. Pasado el primer cruce encontrarán una floristería y una administración de Lotería y después una pequeña tienda de alimentación, de las de siempre, a la que se le está acabando la historia, como le ha pasado a Luka. Después de tres generaciones, la ciudad cambiante va a devorarla o quizás a travestirla de otra cosa distinta, igual que le sucedió al emblemático Café Comercial de la Glorieta de Bilbao. Una familia se queda sin casa y sin negocio, así vienen los tiempos. Sin embargo, hasta dentro de unos meses aún podrán encontrar ahí a gente que, como Luka, en algún momento han sido los mejores en lo suyo. Allí estará Miguel, vestido como los tenderos de toda la vida, con su bata corta —que, por supuesto, es blanca—. O tal vez Sandra, una croata que habla español con acento de Chamberí.
Si les da por charlar un rato con ellos (cosa que no podrán hacer en la caja de un supermercado, en un ramen-bar, en una inmobiliaria, o en cualquier otro de los negocios que vendrán a reemplazarlos, pero nunca a sustituirlos), todavía podrán hablar del próximo partido o tomarse algo a la salud de quien gusten. Yo les sugiero que brinden por ese rubito callado que vino a Madrid sin nombre y se fue con tantas Copas de Europa como Gento. Una de esas personas que la vida nos puso en el camino un rato y que nos la hizo más corta, como sucede con todas las cosas felices, a base de llenarla de buenos recuerdos. Debo de haberme vuelto viejo: estoy convencido de que nadie va a poder superarlos.
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