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·6 de diciembre de 2025
Inglaterra 1966: el Mundial donde la pelota picó para la Corona

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En víspera de cada Mundial, los fantasmas de la historia no tardan en aparecer, recordándonos que el fútbol no solo se juega con los pies, sino también con la viveza, la impunidad y, a veces, con la mano invisible del poder. De más está decir que cada Mundial trae su «magia», pero también su memoria, y siempre se esconde un eco del pasado que se resiste a olvidar. Porque mundiales polémicos los hubo, y después está Inglaterra 66. Ese capítulo viejo que sigue oliendo a humo, a perfume viejo de favoritismo. Sí, ese Mundial. El del amaño, el de las reglas flexibles cuando convenía. El del “hecha la ley, hecha la trampa” con moño británico.
Inglaterra 1966 se diseñó como un traje a medida para los locales. El primer puntazo llegó de antemano: la sede fue elegida por un movimiento político de Stanley Rous, presidente de la FIFA y, casualmente, inglés. ¿El argumento? “Se cumple el centenario de la FA”. Un pretexto tan endeble que cuesta creer que haya convencido a alguien que no tuviera té en las venas. ¿El motivo real? asegurar que la Copa se quedara en casa. España y Alemania perdieron la votación casi sin pelear.
Mientras Brasil, Uruguay, Argentina, Portugal, Italia y Hungría viajaban como mochileros, durmiendo poco y jugando cada tres días, lejos de Londres, Inglaterra descansaba cinco o seis días entre partido y partido. “La protección al equipo inglés es tan evidente que hasta incomoda a los británicos”, escribió Gino Palumbo. No sabía que lo peor estaba por venir. Un Mundial “neutral”, pero con perfume a té de las cinco.
El fixture fue el primer guiño. Las designaciones arbitrales, el segundo. Los ingleses presentaron dos árbitros, pero terminaron apareciendo cinco, más un irlandés y un escocés. Una cumbre británica en cancha neutral. Ya lo había denunciado Clarín meses antes: algo olía raro en Wembley, y no era el pasto.

La cosa se puso más turbia en los cuartos de final: representantes de Argentina, España, Uruguay y la URSS habían sido convocados para presenciar el sorteo de árbitros. Todos llegaron puntuales, pero el sorteo ya estaba hecho. Solo habían dejado entrar a Alemania y la Confederación Africana.
A Argentina le encajaron al alemán Rudolf Kreitlein para enfrentar a Inglaterra. Y ahí empezó otro capítulo vergonzoso. Minuto 35: Antonio Rattín es expulsado. ¿Motivo? “Me miró con mala intención”, dijo Kreitlein. Así. Sin tarjetas, ya que en esa época no existían. Sin explicación. Sin decoro.

Rattín, indignado, se sentó sobre la alfombra roja de la reina Isabel y estrujó el banderín del córner que llevaba la bandera británica. Diez minutos pasaron para que el argentino se retire de la cancha, ya que pedía un traductor para entender el motivo de la roja. Los ingleses lo despidieron a los gritos de “animals”. Con diez hombres, la selección hizo lo que pudo y más. Pero el árbitro se guardó un offside grosero, dejó seguir, y Geoff Hurst puso el 1-0 que clasificó a los ingleses.
La FIFA multó a la AFA y trató de dar lecciones de disciplina. La hipocresía, en esos días, vistió traje y corbata. Por otro lado, Brasil, el vigente campeón, cayó a patadas: Pelé fue molido a golpes por búlgaros y portugueses ante la pasividad calculada de árbitros británicos o aliados. Uruguay tampoco zafó: dos expulsados y un penal inventado a favor de Alemania. Todo firmado por Finney, otro árbitro británico.
Las semifinales se acomodaron. Portugal debía jugar en Liverpool. Inglaterra decidió, así nomás, que no: todos a Wembley. Y ganó. Qué sorpresa.
La final fue la última escena del teatro, y si a Argentina la durmieron, a Alemania la vacunaron.El partido estaba 2-2 en la prórroga cuando Hurst, otra vez Hurst, patea, pega en el travesaño y pica fuera del arco, fuera. Lo vio toda la cancha, lo vio el mundo. Hoy lo ves y seguís pensando lo mismo.

Pero el asistente soviético Bakhramov levantó la bandera.Años después confesó:“No vi entrar la pelota, pero Dienst me dejó la responsabilidad. ¿Qué iba a hacer?”
Qué iba a hacer. Cuando las cartas están marcadas, gana quien reparte. Esa vez, Inglaterra jugó su mano. La Copa se sirvió en la mesa inglesa antes de que gire la «caprichosa», el dueño de casa impuso sus reglas y tomó del mejor vino con la copa más codiciada, a sorbos y calculada, como un trago que solo ellos supieron catar, el trago de la injusticia.









































