La Galerna
·2 de noviembre de 2025
La alegría según el Real Madrid

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Hay partidos que no se ganan: se celebran. Que no se juegan: se interpretan. Y que no se cuentan: se reviven. El Real Madrid 4-0 Valencia de ayer pertenece a esa rara categoría de encuentros donde todo parece fluir sin fricción, como si la pelota y los jugadores compartieran un mismo pensamiento. Un partido en el que el equipo de Xabi Alonso bailó con la soltura de quien domina los pasos, pero sin perder el compás del esfuerzo. Es la 300ª vez que el Real Madrid marca 4 goles en partido oficial jugando como local.
Porque este Madrid, conviene subrayarlo, ha dejado atrás la ansiedad. Ya no corre detrás del marcador ni del mito: corre detrás del disfrute. Y cuando el Madrid se divierte, los demás sufren. El Bernabéu, que en tiempos recientes había vivido entre el murmullo y el runrún, asistió ayer a una liturgia de gozo. No hubo nervios, ni prisas, ni heroísmos de última hora. Hubo fútbol alegre, de ese que combina la solvencia con la sonrisa.

Kylian Mbappé ha comprendido el idioma del Madrid más rápido que muchos nativos. Dos goles —uno de penalti, otro de killer puro— le bastaron para dirigir la orquesta. Ya no necesita exhibir velocidad: ahora administra el tiempo, dosifica, elige el momento exacto para golpear. Su sonrisa tras el segundo tanto fue la de quien sabe que está donde debía estar desde el principio. No fue una celebración, sino un acto de pertenencia.
En torno a él, el ecosistema blanco funciona como un reloj. Güler maneja el espacio con un descaro que recuerda a Özil en sus mejores días, pero con una precisión de cirujano. Tchouaméni gobierna la medular como un general prusiano: sin aspavientos, pero con mando, Camavinga, que sólo le bastó la segunda parte para dar otro clinic de calidad y para conseguir su victoria en competición española nº 100 vestido de blanco y Bellingham, ese prodigio de equilibrio entre juventud y solemnidad, marcó el tercero justo antes del descanso con la frialdad de quien lleva años haciendo esto. El gol fue un resumen de su carácter: sobrio, limpio, impecable.
El Bernabéu, que en tiempos recientes había vivido entre el murmullo y el runrún, asistió ayer a una liturgia de gozo. No hubo nervios, ni prisas, ni heroísmos de última hora. Hubo fútbol alegre, de ese que combina la solvencia con la sonrisa
Lo más asombroso de este Madrid no es su pegada, sino su serenidad. El 3-0 al descanso no generó ni una sombra de relajación. Los jugadores siguieron tocando, combinando, avanzando, como si el marcador no importara. El cuarto gol, obra del canterano Álvaro Carreras, fue una metáfora luminosa: la cantera también sonríe cuando el entorno respira alegría. Su disparo desde la izquierda al minuto 82 fue recibido con una ovación cálida, de esas que suenan a gratitud colectiva. El bueno de Álvaro se convirtió en el jugador nº 456 en marcar en partido oficial con la camiseta del Real Madrid y en el 342º que lo hace en liga.

El Bernabéu disfrutó. No “aguantó”, ni “esperó el pitido final”. Disfrutó. Y eso, en un estadio acostumbrado a la exigencia casi militar, es una revolución emocional. Este Madrid transmite bienestar. Cada control tiene sentido, cada pase tiene intención. Ya no hay gestos crispados, ni miradas de reproche, ni urgencias autoinfligidas. Es un equipo reconciliado consigo mismo.
A Xabi Alonso se le nota la influencia de los viejos maestros —Ancelotti, Zidane—, pero con un sello propio: la serenidad táctica del que fue mediocentro. Su Madrid no busca la brillantez por decreto, sino la claridad. Y, cuando la claridad se une al talento, surge algo cercano a la belleza.
El fútbol de Xabi no grita, convence. No impone, seduce. La presión alta tiene ritmo, pero no precipitación; la salida de balón parece un ejercicio de paciencia oriental. Es un Madrid adulto, equilibrado, consciente de que su mejor versión no necesita milagros. Por eso gusta tanto: porque no pretende nada más que jugar bien.
El Real Madrid 4-0 Valencia de ayer pertenece a esa rara categoría de encuentros donde todo parece fluir sin fricción, como si la pelota y los jugadores compartieran un mismo pensamiento. Un partido en el que el equipo de Xabi Alonso bailó con la soltura de quien domina los pasos
Lo que más me llamó la atención fue la expresión colectiva del equipo. Esa sensación de alegría compartida, de disfrute coral. Se notaba en la complicidad de Vinicius con Mbappé, en las sonrisas de los suplentes, en la calma con que Courtois organizaba la defensa. Incluso el público —ese juez tan exigente— se permitió aplaudir sin la urgencia del “hala, más”.
Esa alegría, tan rara en un club que suele medir su felicidad en Copas de Europa, es el mejor síntoma de salud. El Madrid está encontrando algo que va más allá del resultado: la naturalidad del dominio. Su autoridad nace del control, de la estética y del convencimiento.

Nadie habló del árbitro. Y eso es noticia. Bueno, Busquets Ferrer tuvo dudas en el primer penalti a favor del Real Madrid. En una jugada en que se dieron tres penas máximas a la vez, tres, el trencilla balear se fue a señalar la menos clara. Si es que, a veces, parece que lo hacen a propósito para sembrar la polémica, la verdad. Pero es cierto también que, cuando el Real Madrid juega así, el pito no molesta, porque no hay resquicio donde colarse. Es la mayor humillación posible para el gremio arbitral: la irrelevancia. No porque dejen de pitar en contra —que eso no pasará jamás mientras no cambie esto de forma radical—, sino porque ni siquiera su mala voluntad alcanza a torcer un partido donde el Madrid está por encima del error humano.
El resultado quedará en las estadísticas, pero el mensaje es otro: el Real Madrid está feliz. Y eso, en un club que ha hecho de la épica su idioma, suena casi subversivo. Gana sin drama, domina sin soberbia, juega sin miedo. Es un Real Madrid que sonríe, y eso —parafraseando a Borges— es un instante del paraíso que no debe olvidarse.
Porque vendrán partidos turbios, campos hostiles, árbitros con silbato envenenado y rivales con más colmillo. Pero mientras dure este estado de gracia, mientras el equipo se sienta alegre, el Madrid no compite: se divierte ganando. Y ahí, en ese matiz sutil y glorioso, reside toda la diferencia entre ser un buen equipo y ser el Real Madrid.
Me despido como siempre, amigos. Ser del Real Madrid es lo mejor que una persona puede ser en esta vida… ¡Hala Madrid!
Getty Images
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