Orgullo Rojo
·19 de diciembre de 2025
Merecido reconocimiento para una gloria del club

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·19 de diciembre de 2025

Enzo Trossero aparece en la memoria del hincha de Independiente de golpe, plantado ahí, con esa melena rubia que parecía ir en contra de todo lo que uno supone que debe tener un defensor que se respete. Los buenos centrales, dice la mitología del potrero, son morochos, duros, de ceño fruncido. Pero el Vikingo era otra cosa: rubio, desfachatado y con una seguridad que no necesitaba grietas para imponerse.
Llegó a Independiente sin hacer silencio pero sin hacer ruido. Un equilibrio raro. Recomendado por los que saben: "Traigan a este, muchachos, que atrás no va a temblar nada". El club lo recibió como se recibe a los que vienen a trabajar y no a posar, y él devolvió con la misma moneda: marcó, ordenó, y de vez en cuando -como quien se acuerda de un don oculto- subió al área rival para meter goles que no deberían pertenecerle a un zaguero.
Pero así era él: incómodo para las estadísticas. En Colón había metido tres goles en cien partidos. En Independiente se transformó en el defensor más atacante del continente. El año 77 fue una exageración hermosa: catorce goles, como si hubiera decidido que la mejor manera de desmentir cualquier prejuicio era romper los números a cabezazos. Y lo hizo. Partido tras partido, torneo tras torneo, empujando al equipo desde un lugar donde supuestamente no se empuja: desde el fondo.
Cuando se fue al Nantes, algunos pensaron que era un hasta luego elegante. Y lo fue. Ganó una Liga en Francia, se paseó por Europa como si ya hubiese estado ahí en otra vida, y volvió. Porque algunos regresan por nostalgia y otros por sentido del deber. Trossero volvió por ambas.
La segunda etapa fue todavía más contundente. Madurez, voz, temple. Un central que no necesitaba levantar los brazos para hacerse oír. El Metropolitano 83 lo tuvo como metrónomo silencioso. Y después vino 1984, el año que cualquier hincha del Rojo menciona con el tono de quien nombra algo sagrado. Libertadores, Intercontinental, Pastoriza, Percudani, Japón. Y él ahí, firme, sosteniendo al equipo como si llevara el escudo tatuado antes de que existieran los tatuajes.
Los números, en frío, son una planilla prolija: 308 partidos, 55 goles, títulos acá, títulos allá, la Selección, un Mundial sin minutos pero con presencia. Pero la memoria no funciona con planillas. La memoria guarda otra cosa: la sensación de que mientras Trossero estaba en la cancha, a Independiente no le podían faltar el respeto.
Después fue técnico, en tiempos más ásperos, cuando el club parecía un barco que pedía brújula. No fue una segunda gloria, no fue épico, pero tampoco importa. No todos los regresos son para levantar trofeos; algunos son para cumplir un gesto de lealtad.
Hoy, con más de setenta años, su nombre sigue circulando en Avellaneda como un perfume viejo que no se va. Un aroma a época buena, a defensa seria, a equipo grande de verdad.
Porque Trossero no fue solo un defensor. Fue un recordatorio de que el fútbol también necesita tipos que no entran al estadio para agradar, sino para hacerse cargo. Y eso hizo el Vikingo: hacerse cargo. De la defensa, de los partidos bravos, de la identidad del club.
Y por eso, cada vez que aparece su nombre, algo en uno se ordena sin pensarlo demasiado. No hace falta discutirlo, ni inflarlo, ni envolverlo en nostalgia prefabricada. Basta decir "Trossero" para que se entienda todo: la firmeza, la voz, la espalda, el modo de pararse cuando las cosas quemaban.
Porque Enzo no fue un símbolo impostado ni un souvenir de épocas mejores. Fue una certeza. Una de esas certezas que te sostienen aun cuando el resto tambalea.
Y en Independiente, donde la memoria pesa, hay nombres que no se discuten. Se respetan. Trossero es uno de ellos.









































