
La Galerna
·21 de julio de 2025
My house

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·21 de julio de 2025
Siempre me gustó la canción My House, de Lou Reed. La primera vez que la escuché alcancé a intuir, bajo la dignidad reflexiva de una guitarra, un bajo y una percusión lentos y gentiles, la historia de un hombre que cuenta a su amigo muerto la sencillez afable y afortunada de su existencia. “I really got a lucky life / My writing, my motorcycle and my wife”, le detalla, dando a entender que estas tres cosas son todo lo que precisa en la vida. Yo no tengo motocicleta y necesito unas cuantas cosas más para sentirme afortunado, pero no por ello dejó de seducirme e intrigarme, desde las primeras escuchas, este casi desconcertante recuento de alicientes vitales, enumerados al amigo ausente con el fraseo tan característico del bardo neoyorquino.
Por alguna razón, el protagonista de la balada, tan extrañamente acogedora como enigmática, está convencido de que el amigo muerto está allí, con ellos. En la casa que da título a la canción. Con el tiempo me es dado saber que el narrador de la historia es el propio Reed, sin artificio alguno. Es un tema enteramente autobiográfico, y el amigo al que se dirige Reed es Delmore Schwartz, poeta y profesor de crítica literaria en la Universidad de Siracusa, amén de mentor personal del genio. “Delmore, I missed all your funny ways / I missed your jokes and the brilliant things you said”.
No sé cuánto tiempo tuvo que pasar, ni cuántas escuchas fueron necesarias, para que el interés me llevara a atender a la letra en su integridad. Para comprenderla de verdad, tuve de hecho que leerla, porque Reed pronuncia de una manera indescrifrable la palabra “ouija”. Nunca la habría reconocido sin verla en negro sobre blanco.
Lo han adivinado. La razón por la que Reed está tan convencido de que el espíritu de Delmore habita con ellos, en la casa donde él vive con su mujer, su escritura y su moto, es porque hicieron una ouija y Delmore se manifestó presente. Fue ahí cuando Reed, tan emocionado como su voz átona puede llegar a dar a entender, le explicó su vida allí, en la casa, formulando la sencilla trinidad, el secreto nada rebuscado de una existencia tranquila y sosegada. Y le expresó hasta qué punto añoraba sus comentarios y la risa que estos le provocaban.
Yo no tengo necesidad de hacer ninguna ouija para saber que Luis, que es mi Delmore, está con nosotros en la casa en la cual estoy pasando el verano, por la sencilla razón de que era la casa del propio Luis. Como Reed con su amigo, pero sin recurrir a formas extravagantes y sensacionalistas de contactos extrasensoriales, me solazo en la certeza pausada, casi rutinaria, de su presencia allí, y como no podía ser menos lo hago con una sonrisa, porque Luis era (es) un espíritu perennmente jocundo, dotado de una vis cómica inimitable. Al igual que le sucede al bueno de Lou en la canción, también echo de menos sus bromas y las cosas brillantes que decía. Hay, con todo, una plenitud confortadora en el modo en que esas bromas, esos dichos, esas expresiones tan propias de mi mentor y amigo, que en este caso era además mi primo, permean las paredes de la vivienda, como una aluminosis benigna.
Fue (es) un mentor en la vida y sobre todo en el madridismo, claro. Ya lo he contado otras veces. Único hermano madridista en una familia de atléticos, la de mi tío Luis, transmitió su fervor vikingo a su primo pequeño, mi hermano Ignacio, que a su vez me lo transmitió a mí. Los veranos eran territorio abonado para debatir sobre el equipo de nuestros sueños, y más aún: las pretemporadas yanquis de los de Toshack (o de los de Valdano, o de los de Zidane) nos hacían quedar de madrugada para asistir en directo, a través de la televisión, a partidos que tenían lugar allende los mares. En el mismo cuarto de estar donde ahora se sientan mis hijos a ver la tele y zanganear, Luis y yo veíamos jugar a los nuestros y charlábamos hasta que el día clareaba en el jardín, más allá de los pinos.
Este verano no ha habido casi partidos de madrugada, pero la casa es la misma, y las psicofonías imperceptibles de Luis y yo hablando de la falta de un defensa central solvente para la temporada que empieza, o discrepando en filias y fobias hacia los componentes del plantel, conforman el escenario inadvertido. La casa sigue siendo de Luis, lo será siempre, como lo será de su viuda, la maravillosa Isa, una persona excepcional, y de sus hijos, los inimitables Luis y Gonzalo. También es contractualmente nuestra desde hace unos días, pero nada en esta historia es ajeno a un peculiar sentido de la continuidad. Si miras hacia delante, concluyes que sigue y seguirá siendo la casa de esa familia queridísima, la de Luis. Si miras en el retrovisor, accedes a la certeza desconcertante de que siempre la sentí y por tanto fue un poco mía también, desde antes de tener a mi familia, a la cual me parece convocar desde el pasado, entre esas mismas cuatro paredes, para que se hagan presentes en mi porvenir, como si la casa hubiese sido entonces una ouija al revés, un mecanismo para contactar no con los muertos sino con los aún no nacidos, con mis Gonzalo, Jaime, Almudena y Guillermo, además de con Cristina, por supuesto. Es como si la casa nos convocara a todos y nos uniera desde siempre y para siempre, dos familias condenadas a quererse porque así lo manda El Rubio, que es como llamábamos a Luis y como se llamará la casa. Una placa con esas dos palabras y un escudo del Real Madrid va a presidir la fachada. Un día descorreremos una cortinilla y comeremos y beberemos, como al Rubio le hubiese gustado y como si la casa fuese una calle, que lo es: una calle que une lo pretérito y lo que ningún futuro podrá destruir.
Gracias, Delmore.
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