La Galerna
·7 de noviembre de 2025
Qué fácil es ser del Real Madrid

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En algunas ocasiones, cuando la soledad pasa de confortable blindaje a condición asfixiante e incómoda, servidor comete la imprudencia de dejarse caer por un bar para ver algún partido de Copa de Europa. A menudo recurro al mismo establecimiento, uno de esos con barra de chapa en los que la oficialidad de las sentencias, en su mayoría condenatorias, depende del palillo en la boca antes que del martillazo del juez. Hay algo de masoquista en esta costumbre, puesto que el local constituye el hábitat natural de una pareja de antimadridistas que gustan de compartir su inclinación con todos los parroquianos. El otro día, en la derrota frente al Liverpool, uno de ellos, que siempre porta la camiseta con los colores del equipo rival -sin importar la procedencia: ciertamente tiene su mérito-, alentaba a su club circunstancial -“¡tiraos al suelo! ¡Hasta el minuto 85 no saques!”- mientras el otro, gafas de pasta y pelo ensortijado, aullaba encadenando chupitos con cada ocasión de los reds.
Los indocumentados suelen asumir, con esa ligereza ridícula del que nunca ha sentido vértigo real, que ser del Madrid es lo fácil. Como si uno se apuntase a un club de vacaciones. Según esta gente, la vida del hincha merengue consiste en cabalgar a lomos del caballo ganador, vivir en la abundancia sin esfuerzo, disfrutar sin riesgo… En fin, todos los clichés del sempiterno estribillo. Pensaba en ello tras el pitido final, al observar a los madridistas saliendo del bar en silencio, con las manos en los bolsillos, rumiando su amargura y perdiéndose en el frío de noviembre. De todas las mentiras que acompañan a nuestro club, creo sinceramente que la más persistente, la más perezosa y, en definitiva, la peor, es la que presenta el madridismo como una existencia plácida. Cuando la realidad se corresponde, por el contrario, con un perpetuo filo de la navaja.
Que las victorias del madrid funcionen como una especie de absolución privada, de reparación íntima. Que nos deje a salvo de los lunes, de las facturas, de las horas muertas, de la enfermedad
Lo hemos dicho mil veces, así que no vendrá de una más. Aquí no hay relato que amortigüe la caída, no hay épica del perdedor, no hay refugio literario en el “casi”, no hay belleza en el fracaso: solo hay ruido, furia, y un silencio, incómodo y paradójico, en mitad del griterío que forman los oportunistas. Los enteraos y los del marketing nos repiten -con ese paternalismo tan de tertulia- que el equipo del pueblo es otro. Por ejemplo, ese que ha hecho de la derrota un manifiesto y del infortunio una identidad. En absoluto. Los pobres -los de verdad- no pueden ser del Aleti. Ser del Aleti es un lujo sentimental, una excentricidad de quien puede convertir una goleada en poema, un capricho bohemio, una tournée du Grand Duc, una forma de diletantismo urbano: el arte de perder con encanto. Hace falta tener el alquiler pagado para convertir la impotencia en filosofía. El Madrid, en cambio, es el equipo de quien, a menudo por las desdichas que le acosan en su rutina, en el fútbol no puede permitirse perder también. Sin margen para el error, sin red bajo el alambre. Proletario de la victoria, obrero del resultado. C.C. Baxter y su apartamento ( https://www.lagalerna.com/comedia-dramatica-en-tres-colores/ ).

Esta innegable circunstancia a veces tiene consecuencias indeseables: esas oleadas, mezcla de azufre, salfumán y vinagre, que se desbordan tras cada resultado decepcionante. Hay una desproporción innegable entre lo corrosivo de la crítica y la relevancia real de las derrotas puntuales. Resulta inconcebible que el madridista medio, atado a unas desmesuradas expectativas y a una exigencia fuera de control, se haya habituado a vivir de esa forma. Y, sin embargo, así es. Aunque haya quien se resista y quiera poner algo de cordura: dice mi estimado Jesús Bengoechea que no se le puede pedir al Madrid que solucione los fracasos de tu vida. Racionalmente, tiene toda la razón. Pero es que es justo eso lo que tantísimos madridistas le pedimos a la institución. Le pedimos que nos redima cada tres días, que nos mantenga a flote, que ponga orden donde todo es incertidumbre. Que sus victorias funcionen como una especie de absolución privada, de reparación íntima. Que nos deje a salvo de los lunes, de las facturas, de las horas muertas, de la enfermedad. Y, cuando no lo hace, algo dentro del mundo -y de uno- parece venirse un poco abajo.

Desde luego, convendría matizar todos esos anhelos con una pátina de madurez. Solo desde la templanza, y no desde el puro arrebato o la ensoñación, se pueden hacer planificaciones coherentes, enderezar rumbos, corregir errores. Al fin y al cabo, no podemos pretender huir del romanticismo indulgente de la derrota para acabar cayendo en otro romanticismo, el de un perfeccionismo impostado y autodestructivo. El Madrid es también, y ante todo, una voluntad de mejora y de reconstrucción a prueba de todo tipo de coartadas y de frustraciones. Cuando Baxter se quedaba solo recogiendo los vasos sucios, tratando de reparar su maltrecha dignidad, se obligaba a sonreír para no parecer roto.
Me temo que ser del Madrid no es nada fácil. Requiere establecer un complicado equilibrio entre el pudor, la fascinación y la resistencia, entre la ilusión contenida, la sensatez y el cansancio orgulloso. Y, pese a todos los antis, aquí seguimos: esperando, reclamando, creyendo. No, no se le debe pedir al Madrid que arregle tu vida. Pero al final uno se acaba encogiendo de hombros al salir del bar, levanta la vista hacia el próximo partido y piensa que, si no es al Madrid, entonces a quién coño se lo vas a pedir.
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