La Galerna
·23 de diciembre de 2024
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Os presentamos uno de los cuentos finalistas de nuestro V Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad. El ganador se dará a conocer mañana, día 24 de diciembre, a las 12 del mediodía.
Nos hicimos íntimos amigos en un pispás. ¿Es eso posible? Ya lo creo. ¿Acaso uno no puede enamorarse en una noche? Sólo se trata de que Cupido lance una flecha al aire y atine en la diana del corazón.
No en vano, los griegos, tan sabios ellos, distinguían entre Kronos —el mero transcurso del tiempo, anodino y lento— y Kairós —la intensidad del mismo, cuando en la vida de uno de repente acontecen cosas profundas e importantes—. Y esa fue mi sensación cuando conocí a Miguel Ángel.
—Llámame Lage.
Enseguida tuve el pálpito de que ese día iba a ser el comienzo de una gran amistad, como le dice Bogart a Claude Rains en "Casablanca". Contribuyó, para qué negarlo, compartir ideas, credos y colores. Une mucho ser merengue en territorio comanche donde los reveses del Real Madrid se festejan con un estrépito de petardos, bengalas y cohetes.
Miguel Ángel era todo un personaje y, como en la novela de Robert Louis Stevenson, "El Doctor Jekyll & Mister Hyde", albergaba una doble personalidad. Por las mañanas, al ponerse la bata blanca en el hospital, era el Doctor Cano, o sea, el circunspecto y eminente ginecólogo que trajo al mundo siete mil criaturas, entre ellas, a Alexia Putellas, para que —ay— le metiese goles a nuestras vikingas y, cuando se quitaba el uniforme de galeno, era simplemente Lage; sin ir más lejos, el gamberro que se hizo pasar por un oficial del ejército para que no lo retuvieran en un control policial en la AP-7.
—A sus órdenes —le dijo tras abrirle paso el incauto agente.
Todo porque llegaba tarde a ver un partido del Madrid por la tele.
Miguel Ángel tenía dos pasiones: una, la música de los cincuenta —saturaba mi móvil con vídeos de Chuck Berry, Buddy Holly, Ritchie Valens, Big Bopper o el gran Jerry Lee Lewis, "The Killer", uno de los pioneros del Rock & Roll que aporreando el piano rivalizó con el mismísimo Elvis Presley—, y la otra, el Real Madrid de las cinco Copas de Europa, al que amaba sobre todas las cosas.
La Navidad pasada, Lage y Pili, su encantadora esposa, una enfermera a la que conoció en el hospital, nos invitaron a Lola y a mí a su casa por Navidad.
¿Quién dijo que donde no hay sangre no hay morcilla? Más allá del parentesco y la consanguinidad, a "Los Lage" —como les llamábamos nosotros cariñosamente—, nos unía, entre otras muchas cosas, un vínculo sagrado: el Real Madrid. Por eso nos gustaba tanto reunirnos con ellos en Navidad.
Tras jubilarse ambos, se habían instalado en Calafell, en un piso frente al mar, alejados del trasiego de Barcelona, con Blanca, la hermana de Miguel Ángel. ¿Acaso podía llamarse de otro modo si era casi tan merengue como él? Nomen est omen, decían los latinos.
Lage añoraba las Navidades de antaño, cuando nos felicitábamos con christmas de Ferrándiz —no por WhatsApp— y cantábamos villancicos sacudiendo una pandereta. Por eso, lo primero que hizo en cuanto entramos en su casa, fue mostrarnos ufano su Belén, que se hallaba en un rincón del cuarto de estar, junto al abeto cubierto de espumillón.
—Pili me ha dejado muy poco espacio —protestó.
Y a continuación fue indicándonos con el dedo la estrella de purpurina que guiaba a los Reyes Magos; los patos surcando el río de papel de plata; las ovejas paciendo en el musgo; los pastorcillos con su zurrón en la espalda y, cómo no, el 'caganer', esa escatológica tradición de raigambre catalana.
En el portal se hallaba el niño Jesús, flanqueado por la Virgen María y San José, la mula y el buey y a su lado había una figurita de su idolatrado Alfredo Di Stéfano, vestido de corto, con un saco de harina donde ponía: ¡Hala Madrid!
Y es que su veneración por La Saeta Rubia rayaba en la patología. Tanto es así que llamó a sus hijos Alfredo y Estefanía. Y sobre la mesilla de noche tenía su biografía como si fuera su de libro de cabecera. Cuando un día se lo presentaron, él, que no se callaba ni debajo del agua, fue incapaz de articular palabra.
Lo cierto es que su piso era una suerte de consulado merengue donde ondeaba metafóricamente la bandera blanca y en la que nosotros gozábamos de asilo diplomático.
Fue precisamente ese día de Navidad, en su cuarto de estar, durante la sobremesa, mientras unos tibios rayos de sol atravesaban los ventanales y al fondo cabrilleaba el Mediterráneo, donde Lage, sujetando una taza de café humeante, me dijo:
—Cuando los culés me hablan con retintín de las Copas de Europa en blanco y negro del Madrid, siempre les respondo lo mismo: Yo vi una en color...la de la Fiorentina.
Y luego —mientras las mujeres charlaban sobre sus cosas en un aparte—, Miguel Ángel se arrellanó en el sillón de orejas y, con los ojos entornados, rememoró esa final de tal modo que a mí me pareció estar allí:
—Nosotros entonces vivíamos en Madrid, en la calle Lista. Yo tenía trece años. La final se jugó en Chamartín el 30 de mayo de 1957. Nunca olvidaré esa fecha. Festividad de San Fernando. En los días previos no se hablaba de otra cosa en la capital y al volver del cole yo devoraba el Marca. En principio, estaba previsto que el partido se disputase en horario nocturno, porque el club, una semana antes, había estrenado la iluminación eléctrica, pero la Fiorentina alegó que ellos no estaban acostumbrados a jugar con luz artificial. Así que al final el partido se disputó a las 5,30 de la tarde, con un sol de justicia. Era un jueves. Mi padre me fue a buscar al colegio en su Seat 1400 y aparcamos en los aledaños del estadio. En Madrid entonces apenas había tráfico. El partido generó una expectación inmensa y nadie quería perdérselo. Justo delante de nosotros presenciamos cómo un granuja se coló dando un puntapié en la espinilla al portero y luego subió los peldaños de la escalera de tres en tres hasta que se esfumó en los vomitorios confundido con el público. "¡Hijo de puta!" —bramó el portero cojeando—, "como te agarré, ay, ay, ay, te vas a enterar de lo que es bueno". Tras sentarnos en nuestros localidades, en el primer anfiteatro, contemplé boquiabierto el estadio repleto de gente. No cabía un alfiler. El Madrid había llegado a la final tras deshacerse del Manchester United, que contaba en sus filas con un jovencísimo Bobby Charlton —apenas tenía diecinueve años y todavía lucía flequillo—. Tiempo después, el mítico capitán de la selección inglesa, nombrado Sir por la Reina de Inglaterra, dijo de Alfredo Di Stefano que no había visto nada igual en su vida.
A continuación Lage hizo una pausa, se irguió en el sillón y con los ojos cerrados, haciendo alarde de su memoria de elefante, recitó la alineación del Madrid de carrerilla:
—Juanito Alonso; Torres, Marquitos, Lesmes; Muñoz, Zárraga; Kopa, Mateos, Di Stéfano, Rial y Gento.
—¡Caray! —exclamé yo alzando la copa de cava en señal de aprobación.
—Desde sus orígenes —continuó Lage envanecido—, la Fiore fue un club exquisito y señorial, fundado por un puñado de aristócratas, como no podía ser de otro modo tratándose de la capital de la Toscana,
la cuna del Renacimiento, donde Stendhal, deslumbrado ante tanta belleza, perdió el conocimiento. ¿Has estado en Florencia?
—No —contesté lacónicamente.
—Pues ya tardas. La ciudad es un museo al aire libre, donde se respira arte y sensibilidad. Allí vivieron, protegidos por los Medicis, nada menos que Miguel Ángel, Rafael, Leonardo, Brunelleschi, Botticelli... Y, en lo que concierne a nosotros, los viejos del lugar todavía recuerdan esa memorable final de Copa de Europa contra el Real Madrid. La única que han disputado en su historia.
Luego Lage apuró su taza de café y prosiguió la narración:
—Ellos tenían un equipazo. Solo habían perdido un partido en el campeonato, el último, cuando ya estaba decidido el Scudetto. En parte, gracias a su defensa granítica, la zaga de la escuadra azurra: Magnini, Orzan, Cerrato y Scaramucci. El cerebro del equipo era Guido Gratton. Y contaban también con un argentino peligrosísimo, Miguel Angel Montuori, natural de Rosario, de rasgos indios, al que apodaban "Michelangelo", en honor a Michelangelo Buonarroti. Aunque el más temible de todos era Julinho, un extremo brasileño centelleante que trajo a mal traer a Lesmes y acabó sentando en el banquillo de la canarinha al mismísimo Garrincha.
A renglón seguido, Lage esbozó una sonrisa maliciosa y dijo con arrogancia:
—El uniforme de la Fiorentina era de color púrpura. Por si aún no se han enterado los que vieron el partido en blanco y negro. Y la historia de la camiseta no deja de ser curiosa. Originariamente era mitad blanca y mitad roja, pero antes de jugar un partido contra la Roma, en el año 29, se destiñeron al lavarlas en el río Arno. Y así se quedaron para siempre: moradas. Aunque habitualmente llevaban la flor de lis en el pecho, para tan solemne ocasión lucieron en el escudo los colores de la bandera de Italia: rojo, verde y blanco.
—Si que estás puesto... —murmuré yo con admiración, hundido en el sofá.
—Aunque el Madrid era el favorito —continuó Lage abstraído—, los italianos plantaron cara. La Fiorentina se cerró muy bien atrás, con una defensa ordenada. Por algo le llamaban el "Muro viola". El primer tiempo concluyó con empate a cero. Y en el descanso había un runrún de zozobra y preocupación.
No quise interrumpir a Miguel Ángel porque se estaba poniendo estupendo —como le dice don Latino a Max Estrella en "Luces de bohemia"—, pero en ese instante recordé haber escuchado a mi primo Antonio Escohotado —él también estuvo presente esa soleada tarde en Chamartín, acompañado por su padre, mi tío Román, entonces director de Radio Nacional de España—, que el fantasma del "Maracanazo" planeó sobre las gradas.
—Cuando el canguelo iba apoderándose de todos nosotros —prosiguió Miguel Ángel—, en el tramo final del partido, Kopa le envió un balón al hueco a "Fifirichi" Mateos, que fue zancadilleado por un defensor italiano. El estadio fue un clamor: ¡Penalty! Yo no quise ni mirar. Me tapé la cara con las manos y a través de los intersticios de los dedos vi el obús de Di Stefano estrellándose contra las redes. ¡Goool!
Y cinco minutos después, uf, se desató la locura cuando de nuevo Kopa lanzó un balón al espacio para que Gento, La Galerna del Cantábrico, tras una galopada batiera al guardameta italiano Giuliano Sartri picando el balón. Fue la puntilla. Entonces yo abracé a mi padre como un poseso, como nunca antes lo había abrazado.
En ese momento Lage ahogó un sollozo, tragó saliva y tras reponerse continuó hablando con los ojos enrojecidos:
—En los últimos minutos, los italianos todavía dieron algún zarpazo, hasta que el árbitro holandés Horn pitó el final y el campo estalló de júbilo. Sólo entonces respiramos aliviados. Tras sonar el himno nacional, Franco entregó la Copa en el palco al capitán, Miguel Muñoz. Y a continuación los jugadores dieron la vuelta de honor al estadio con el trofeo, en medio del delirio, mientras flameaban los pañuelos en las gradas. En blanco y negro, dicen...De eso nada. ¡Yo la vi en color!
Luego Miguel Angel se incorporó cachazudamente y señalando la figurita de La Saeta Rubia que había en el Belén, añadió:
—Por cierto, ese año a don Alfredo Di Stéfano Laulhé le dieron el Balón de Oro...
Estaba anocheciendo y salimos todos al balcón donde soplaba una brisa húmeda y, acodados en la barandilla, contemplamos el Paseo Marítimo de Calafell con las farolas y las palmeras adornadas con guirnaldas navideñas y las terrazas abarrotadas de gente. Al fondo se oía el fragor del mar y la luna flotaba alta en un cielo tachonado de estrellas.
Luego nos despedimos en el rellano de la escalera, emplazándonos para ver juntos el próximo partido de octavos de final de la Champions League frente al Leipzig.
Pero no pudo ser.
La parca ya blandía su guadaña sobre el bueno de Miguel Ángel y pocos días después le diagnosticaron un linfoma.
Los médicos son malos pacientes y él se resistió a que lo viésemos así.
Decidió vivir su enfermedad intramuros, probablemente porque quiso que lo recordáramos siempre como el ser bienhumorado y guasón que fue, con su vis cómica y su vena iconoclasta, con su vocación irredenta de payaso, porque como él más disfrutaba —además de ayudando a las parturientas a traer criaturas a este mundo, del que ya se ha despedido— era haciendo reír a sus seres queridos.
El pasado 15 de noviembre la llama de su vida se apagó definitivamente.
"Su adiós nos deja un agujero enorme —dijo su hijo Alfredo en el tanatorio de Barcelona, en medio de un silencio espeso, sólo roto por los hipidos de su legión de amigos—, un cráter de dimensiones lunares que poco a poco trataremos de llenar con tus recuerdos".
Di que sí, mi dilecto amigo Lage, tú la viste en color, a todo color...