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La Galerna

·18 septembre 2025

El inesperado favor del tramposo

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Hace muchos años, en un país muy lejano (lejano hacia la parte de Oriente, según se mira el mapa de frente), había un famoso dojo de Kárate que organizaba cada año el campeonato de artes marciales del país. Los mejores luchadores nacionales se batían en duelo, semana tras semana, para alcanzar la gloria nacional y, como colofón, enfrentarse a los campeones de todo el continente.

En este legendario campeonato nacional dos luchadores destacaban sobre el resto: Conch Aspín, famoso por su impoluto kimono blanco, y Blaug Ran, que prefería lucir colores oscuros en su indumentaria. Ambos llegaban a menudo a las finales y se disputaban la mayoría de títulos, pero el resultado más habitual era la victoria de Aspín. Los niños pedían como regalo su kimono para lucirlo en el colegio, y su presencia causaba admiración allá por dónde iba a disputar torneos o exhibiciones.


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Ran no era un mal rival, y tenía muchos seguidores, pero el ver cómo la leyenda de su rival (y la diferencia en el palmarés) aumentaba año tras año le producía una angustia profunda que acabó por ennegrecer su alma y por generarle un odio malsano hacia su rival.

En un momento dado, Blaug Ran, junto con sus entrenadores, tomó una decisión. Tenía que conseguir darle la vuelta a la situación, y ganar a su rival por lo civil o, literalmente, por lo criminal. Aprovechando que en todos los estamentos de todos los países hay gente con la falta de escrúpulos adecuada, se acercó a algunos de los responsables del dojo, y se ganó el favor del jefe de los Shushin, los jueces que debían velar por la limpieza de la competición. Unas botellas de Sake por aquí, unos masajes por allá y unos millones de yenes por acullá le granjearon el favor de los responsables de la competición, que se comprometieron a que nunca se tomarían decisiones que perjudicaran a Blaug Ran. O, lo que venía a ser lo mismo, que se tomarían muchas decisiones que perjudicaran a Conch Aspín.

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Así fue como, de la noche a la mañana, Aspín empezó a sufrir todo tipo de situaciones en contra de lo más inexplicables. Sus golpes certeros eran anulados argumentando movimientos ilegales, por mucho que los hubiera repetido miles de veces en su carrera. Era obligado a cumplir normas absurdas como pelear con un brazo atado a la espalda, con los ojos vendados o de rodillas, según le apeteciera al juez de cada combate. Sus rivales disponían de barra libre, y le podían pegar de cualquier manera sin que nunca les amonestaran. Y si protestaba por algún contacto ilegal recibido, el propio Aspín era incluso expulsado. Como cualquier lector puede imaginar, ser expulsado en un deporte individual supone un contratiempo bastante insalvable para ganar un combate, por lo que sus resultados deportivos se vieron muy perjudicados.

Blaug Ran, junto con sus entrenadores, tomó una decisión. Tenía que conseguir darle la vuelta a la situación, y ganar a conch aspín por lo civil o, literalmente, por lo criminal

Los abusos no se ceñían sólo a los combates. El luchador de blanco encontraba todas las trabas del mundo para cualquier gestión administrativa que quisiera hacer. Le ponían pegas para alquilar pabellones de entrenamiento, le adjudicaban los peores horarios dejándole apenas sin descanso. Algún juez incluso llegó a amenazar a Conch Aspín el día antes de uno de sus combates más importantes, dejando serias y lógicas dudas acerca de su supuesta imparcialidad. Además, algunas botellas más de Sake cambiaron de manos, y los periodistas que cubrían el campeonato no perdían oportunidad de criticar todo lo que hacía, vendiendole a la opinión pública siempre de la peor manera posible.

En el otro lado del Tatami, su rival Blaug Ran disfrutaba de todas las comodidades que el comprar al establishment le había otorgado. Jueces que miraban para otro lado cuando sus golpes ilegales dañaban a los contrarios, y que amonestaban a estos con las excusas más peregrinas en cuanto sentían que el resultado de su protegido peligraba. Con los años, los rivales de Blaug aprendieron que eran combates en los que no podían pegar ni defenderse. En la mayoría de ocasiones, ni siquiera preparaban a conciencia la pelea ni utilizaban sus mejores golpes, porque sabían que eran combates que no podían ganar. Los resultados deportivos empezaron a llegar, y los periodistas de barriga agradecida no perdían oportunidad de glosar las maravillas del nuevo chico de oro. Todo lo que ganaba, según se podía leer, era por sus excelentes métodos. Si había algo extraño en un combate se olvidaba rápido, y se seguía hablando de cómo este luchador había reinventado el kárate en particular y las artes marciales en general.

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El plan iba tan sobre ruedas que la cosa se alargó durante dos décadas. Dos décadas de trabas, complicaciones y sufrimiento para uno y alfombra roja institucional para otro. Todo iba a pedir de boca.

Sí, pero no. He aquí, amigos, el giro de tuerca que da esta lejana y absolutamente imaginaria historia. Porque a veces, nuestros actos tienen consecuencias inesperadas para nosotros y para los que nos rodean, y las cosas no siempre salen como las planeamos.

Sí, es cierto, Conch Aspín perdió muchos campeonatos nacionales, que cayeron en manos de su rival, y la diferencia en la sala de trofeos se redujo. Pero, a la vez, aprendió a sufrir y a luchar siempre contra los elementos. Endureció su piel, que cicatrizó en la de un guerrero. Aprendió a luchar con un brazo a la espalda, de rodillas, a ciegas y contra tres. No siempre eran vistosas sus peleas, es cierto, pero la garra con la que se aferraba a sus opciones de victoria empezaron a dejar dentelladas en la confianza de sus rivales. Y ocurrió algo inesperado para los conspiradores: convirtió el sufrimiento en un aprendizaje, y más adelante, en una virtud.

A la vez que perdía más campeonatos nacionales que antes, agrandó su fama al enfrentarse y vencer a los mejores del resto de países. Los callos de sus manos soportaban cualquier pelea, por dura e injusta que fuera. Luchaba hasta la extenuación en cualquier circunstancia, y consiguió aumentar su palmarés en campeonatos internacionales como ningún otro luchador en la historia, convirtiéndose en la mayor leyenda de la historia.

He aquí, amigos, el giro de tuerca que da esta lejana y absolutamente imaginaria historia. Porque a veces, nuestros actos tienen consecuencias inesperadas para nosotros y para los que nos rodean, y las cosas no siempre salen como las planeamos

“¿Y su rival qué?”, me preguntaréis. Estoy seguro de que muchos ya habréis imaginado la otra cara de la historia. Es muy bonito luchar siempre con red de seguridad, en casa, calentito y con todas las ayudas del mundo. A quién no le gusta que le pongan una alfombra roja antes de (y durante) cada pelea, ¿verdad? Pero claro, los enemigos de verdad, cuando uno sale de las faldas de papá, no suelen tener tanta consideración. Cuando tus golpes ilegales dejan de contar, y nadie te regala ventajas mientras advierte a tu rival que te dé “sólo pataditas”, las cosas se complican un poco.

Los lujos y el champagne de casa se convirtieron en eliminaciones, a cual más humillante, a manos de rivales con más oficio que arte.  Las sábanas de seda, las loas y los favores acabaron convirtiendo a Blaug Ran en un rival débil.

La injusticia, los ataques constantes y la arena del desierto convirtieron a Conch Aspín en indestructible.

Getty Images

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