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La Galerna

·25 mai 2025

Oh, captain, my captain!

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Escribo esto aún abatido por la ceremonia del adiós. Ha sido todo perfecto, vital y espontáneo hasta la incandescencia. Hablo del adiós de Ancelotti (de quien ya he escrito aquí) y de Modrić, por supuesto, ceremonia que he visto desde el amargo andén de un mayo de manos vacías y, al menos en mi caso, de corazones colmados de agradecimiento por todo lo vivido. No, no fue un sueño, todo ha sido real, que no te quepa ninguna duda. Tengo incluso que repetirme a mí mismo estas cosas cuando, en esos instantes de ensimismada —y confusa— intimidad que anteceden el sueño, pienso en las dimensiones colosales de las victorias conquistadas a golpe de voluntad durante más de diez años. Somos los privilegiados testigos de una era que ha ganado un sitio predominante en las estanterías de la historia del deporte y la dignidad institucional. Del otro lado de la calle solo dos cosas permanecen: estigma y desvergüenza. Recordémoslo hoy y que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos no lo olviden nunca. Esto último es un asunto que no tiene nada que ver con las estadísticas sino con algo mucho más grave y más urgente que el aire, el honor.

Vivir es un lento y largo desprendimiento, una permanente ceremonia de adioses y bienvenidas, lo sabemos, pero no por ello son menos dolorosas las liturgias de las lágrimas. Hay que vivirlas porque tal es el peaje de nuestra humanidad. Lloramos porque estamos vivos; pero, además, en este caso la despedida conlleva un acento de celebración que no debemos obviar porque hemos ganado lo que nadie imaginó, lo que nosotros mismos no hubiéramos creído posible: los madridistas hemos aprendido como nadie a rimar lloros y aplausos. No será distinto en los años que vienen. Por esto es por lo que hoy he podido al fin comprender la hondura amarga del antimadridismo: ellos saben o intuyen que no pueden comer de nuestro pan, que no pueden ni podrán jamás participar del gozo intransferible de nuestro paraíso. Son soeces y reptan sobre las inmundicias de un mundo que les ha sido otorgado por la necedad o la mala fortuna.


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Volvamos a nuestro asunto: ¿quién es, pues, este croata al que hoy le decimos adiós? ¿Por qué es que en las tribunas del estadio Santiago Bernabéu había tantos ojos anegados y tantas expresiones de mal disimulada congoja? ¿Por qué en el palco don Florentino Pérez hacía esfuerzos por no perder las formas que su investidura le reclama? ¿A qué se debe que un equipo contrario, sin que el partido hubiera terminado aún, acepte hacer un pasillo a un jugador rival que va a ser reemplazado? ¿Cómo es posible que un club caracterizado por la contratación de jugadores de gran calado mediático rinda hoy homenaje a un caballero de talante más bien tímido?  Trataré de sacar algo en claro, tengan paciencia.

los madridistas hemos aprendido como nadie a rimar lloros y aplausos. No será distinto en los años que vienen. Por esto es por lo que hoy he podido al fin comprender la hondura amarga del antimadridismo: ellos saben o intuyen que no pueden comer de nuestro pan, que no pueden ni podrán jamás participar del gozo intransferible de nuestro paraíso

Todo comenzó en el hoy remoto 2012, cuando un tal José Mourinho tuvo la idea de insistir en la contratación de un tal Luka Modrić, croata para más señas, que jugaba por entonces en el Tottenham del norte de Londres. La prensa, como siempre sucede en estos casos, comenzó a hablar sin saber, alimentando esa cámara de ecos enfermizos donde se entremezclan impunemente la difamación y la burla. Son muy conocidos los ejemplos de la sevicia de los comunicadores de profesión, empecinados en desestimar todo lo que se refiera al Real Madrid, activo universal que paradójicamente sufre el incomprensible desdén de muchos dentro de su propio país. Como era lógico, los días se volvieron meses y con el tiempo quedó claro que aquel jugador “espumoso”, según el decir de un muy reverenciado archimandrita vasco, devino en agrimensor y gran mago. Ganó su titularidad y junto a Kroos y Casemiro consolidaron una suerte de Leviatán de tres cabezas coronadas por la exquisitez, el pragmatismo y la furia. Fueron ellos los responsables de la gran mayoría de las victorias consumadas durante estos dorados años de predominio futbolístico. Hoy ya no están y honramos su memoria deportiva mientras confiamos en el advenimiento de una nueva camada de dignos batalladores blancos.

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Diré más: si copularan el estruendo y la caricia y como consecuencia de dicho enlace sobrenatural fuera engendrada una criatura, Modrić sería la encarnación de dicha mitología. Todo en Luka es atributo y gratuidad, estricto privilegio de los señalados por los dioses, que juegan haciendo y deshaciendo a placer los impalpables materiales del destino de los hombres. Personaje fabuloso, el croata ha hecho del balón una esférica afirmación de sus caprichos. El diez del Real Madrid es leyenda asida a la carne y el latido, un gigante a hombros de gigantes que vino al Bernabéu a cumplir el duro oficio de unir astucia, arte y ferocidad en el más hondo corazón de los combates. Ha cumplido. ¡Vaya que ha cumplido! Su inmortalidad se engarza en ese cuerpo esmirriado y mentiroso, de edad indefinible y de vigores repentinos, casi eléctricos: su historia es universal pero comienza y se agota en sí mismo. Ingeniero del medio campo, funambulista del detalle o bailarín a secas, Luka tiene en la mirada los rescoldos de una guerra atroz y en el empeine del pie derecho la intacta algarabía de los ángeles. Entre su alma inmortal y su carne perecedera pactan el hoy y el siempre, y ya nada es superfluo en este mundo cuando nuestro capitán resiste en solitario el más oscuro envión de la catástrofe.

Esta es, según entiendo, la razón por la que hoy millones de personas nos vimos sacudidos por los vendavales de la nostalgia y el agradecimiento más enternecido. El Madrid, mientras tanto, hace inventario de pérdidas y afila contrito el fulgor de sus espadas. El viejo guerrero, por su parte, se ha retirado a sus cuarteles a meditar frente al fuego. Su tiempo se ha cumplido.

Ingeniero del medio campo, funambulista del detalle o bailarín a secas, Luka tiene en la mirada los rescoldos de una guerra atroz, y en el empeine del pie derecho la intacta algarabía de los ángeles. Entre su alma inmortal y su carne perecedera pactan el hoy y el siempre

Dios te dio a ti un balón y a mí una simple pluma. Yo soy una sombra anónima en el desierto y tú un nombre ya imborrable en la memoria del mundo, y a pesar de todo esto, Luka, me atrevo a hablarte para pronunciar frente a ti la palabra más bella y trascendente del español y de todas las lenguas del orbe: ¡gracias!

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