
La Galerna
·20 Oktober 2025
Gonzalo Miró invade nuestro pasado

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·20 Oktober 2025
Chamartín. Alta velocidad. Dos carteles: coches 1 a 3, por la fila de la izquierda; del 4 en adelante, en tres filas por la derecha. Los miembros de la tripulación de Iryo que leen el QR del billete están dispuestos en la cabecera de las cuatro hileras humanas, pero solo comienzan a dar paso a la fila preferente. Los demás trabajadores esperan de pie sin hacer nada unos minutos. Coche 8, asiento 16, apenas un rato más de cola.
De momento no hay nadie al lado. Bien. Me quito las gafas de miope, sin ellas puedo leer y ver el móvil con claridad. A cambio, vislumbro las caras de los pasajeros de manera difusa, como el Ecce Homo de Borja recién restaurado. Pero ¿qué importan los rostros de quienes viajan en el vagón? ¿O acaso sí?
Brrrr-brrr. Vibra el móvil. «Paco, ¿te acuerdas de esta foto? ¿Recordabas que Gonzalo Miró sale en ella?». WhatsApp de Jesús Bengoechea.
En la estación de Cuenca suben dos señoras. Cuando van a tomar asiento delante de mí, comprueban que hay un hombre mayor que se había cambiado allí desde su asiento original del otro lado, el izquierdo. «Disculpen, ya me quito. Me había sentado aquí porque me daba el sol».
La más joven de las mujeres, ya en edad de jubilación, alaba la comodidad de los asientos, pero comenta con su compañera el inconveniente que supone viajar a contramarcha mientras se levanta e intenta girar la butaca entera 180º. No puede.
«Sí recuerdo la foto, pero es la primera vez que veo a Miró ahí», respondo a Jesús.
Este Gonzalo Miró está en todas partes —pienso—, goza de una ubicuidad no vista desde hace dos mil años. Ha invadido las emisoras de radio, ha colonizado todos los platós de televisión y ahora también aparece en una foto antigua. Un momento, quizá… no, imposible.
El hombre usurpador de asientos, ya en su plaza, graba con el iPhone por la ventanilla. También el interior del vagón. Después trastea con el aparato, quizá para enviar el vídeo a alguien.
A ver si Gonzalo Miró… Nah. Nada, nada.
El señor del iPhone lleva un dispositivo de esos que permiten hablar por el móvil sin colocárselo en la oreja. Su tono de voz es potente, al igual que su afición por conversar telefónicamente de manera pública.
«¿Has visto el vídeo, hija? No está mal el Iryo este, podéis invitarme a más viajes cuando queráis. Me gusta más el AVE, pero este es mejor que el AVLO».
Asiento mentalmente, el AVLO es incómodo. A pesar de ser nuevo, parece que uno viaja sobre un martillo hidráulico. El traqueteo es tal que hace muy complicado trabajar con el portátil a bordo porque el puntero del ratón se mueve más que los precios, como decía Chiquito. Además, suena un zumbido continuo similar al de conducir por carretera con las ventanillas traseras del coche abiertas y las delanteras cerradas.
Yo creo que Gonzalito Miró no estaba en la foto de Villar, Calderón y Cerezo. Me resisto a darle credibilidad a un pensamiento que me ronda. No tiene sentido. Y si… No, abandona esa idea, loco.
Se me había ido el santo al cielo cuando el móvil vibra de nuevo. Es Jesús. Bengoechea, me refiero. «¿Puedes enviarme una foto de la última Gala de La Galerna? ¿Una en la que salgamos Joe, Ramón, Emilio y yo?». «Ahora mismo», respondo.
Comienzo a pasar fotografías con el dedo. Esta —me digo sin hablar—, aquí salen los cuatro. Un momento. Agrando la imagen como quien alisa las arruguitas de un mantel con los dedos. ¿Este de la derecha no es…? ¿Cómo narices va a serlo?
Siento un vértigo helador. La señora de delante recrea la vista sobre un pantano que se atisba desde la ventanilla. Quizá le recordase sus tiempos mozos. El señor usurpador sigue perturbando el silencio con sus conversaciones telefónicas. ¿De verdad es él? ¿Está en la foto de la Gala de La Galerna?
¿Lo haría para dinamitar el acto, para emponzoñar nuestros recuerdos? ¿Cómo no nos dimos cuenta? A no ser que…, pero eso es imposible.
De repente, nos cruzamos con un tren en sentido contrario a toda velocidad: ¡fíun! «¡Coñe!», exclama a la par que respinga la señora mayor de delante.
Y así, al compás del chacachá, del chacachá del tren, extraigo otra vez el móvil del bolsillo. «Champions Milán 2016», busco en Google. Scroll. Ramos con la copa. Cristiano quitándose la camiseta. Zidane manteado… A ver, una coral. Esta. Ay.
Me pellizco para comprobar que no estoy en mitad de un sueño. Bebo agua. Muevo los piececicos. No parece que esté dormido. Es real.
Afortunadamente nadie ha ocupado el asiento de al lado, donde descansa mi mochila. Saco los auriculares. Quizá escuchando un poco de música pase esta pesadilla. Venga, me pongo el Sergeant, que hace siglos que no lo escucho. Cuando llegue el bodrio ese indio de Harrison lo paso y arreglado.
A Day In The Life es un prodigio; Lucy, una delicia; When I’m Sixty-Four, una pequeña joya. Una lástima que entonces no se incluyesen los singles en los LP y Strawberry Fields Forever/Penny Lane quedase fuera. No es el disco que más me gusta, pero su importancia radica en múltiples aspectos. Entre ellos, su portada. Quizá sea buena idea echarle un ojo mientras lo escucho, así me distraigo.
Descargo una foto, voy ampliando cabezas mientras intento acertar de quién se trata. Algunas personas son sencillas, otras no tengo ni idea. Voy de izquierda a derecha. Poe, Marilyn, Fred Astaire… Esas son fáciles. Tarzán está debajo. Varias que no conozco. Anda, no recordaba que estuviese Marx. Y encima de Karl… ¡Ay!
Empiezo a emparanoiarme. Me descorcho los cascos de las orejas. El señor del iPhone sigue hablando a voces por teléfono. Ahora cuenta batallitas de cuando trabajaba en su empresa.
Pienso en algún acontecimiento donde no pueda estar. Busco imágenes del 23-F. Reviso decenas. Me voy tranquilizando. No hay nada raro. Una me llama la atención, en la vista previa del buscador distingo a un joven Bono que parece mucho menos acaudalado que ahora.
La descargo para verla entera.
¡Ahí está también! Abajo a la derecha. Y encima parece estar tomándoselo a cachondeo.
Ahora me acaloro, con sudores fríos. Sensación de irrealidad acrecentada por lo borroso que veo todo más allá del móvil. Pero parece real. Acaba de pasar un azafato con el carrito de la comida y la bebida. Sin gafas apenas veo su silueta, pero el uniforme rojo de Iryo es inconfundible.
Megafonía. Musiquita. Voz femenina. «¡Hola! Estamos llegando a… Valencia Joaquín Sorolla, final de trayecto. Por favor, tengan cuidado a la hora de desembarcar con el espacio entre coche y andén, y recuerden llevar consigo todas sus pertenencias. Iryo y todo el equipo de asistentes esperamos que el viaje haya sido de su agrado y deseamos verles de nuevo pronto a bordo. Muchas gracias». Silencio. Musiquita. Voz masculina. Habla raro. «Jelou! Güilbi jagüer nagüer destineision…». Sí, es el mismo mensaje de siempre, esto es de verdad.
Apenas restan unos minutos para llegar. Navego medio paralizado por las noticias para encontrar alguna explicación a este sindiós. Me tiemblan las manos. Apenas acierto a pulsar donde quiero. No encuentro nada.
Hasta este momento, me he negado a dar pábulo a la idea, pero cada vez hay más pruebas. Gonzalo Miró ha invadido nuestro pasado. Me río de mí mismo. Es una majadería, una insensatez. Tremendo dislate es imposible, sí, ¡mas las fotos están ahí!
Tranquilo, piensa en otra cosa —me digo—. Busco algo totalmente ajeno al asunto. Comienzo a leer un artículo sobre la visita de Kissinger a Carrero Blanco para, entre otras cosas, comunicarle el malestar de EEUU con el proyecto Islero, programa cuyo objetivo era desarrollar una bomba nuclear española. Al día siguiente, asesinaron a Carrero. Una foto ilustra la pieza. Parece normal. Un momento. Ese de la izquierda…
¡Es el colmo! ¡¿Dónde diantres no está Gonzalo Miró?! ¡Solo falta que estuviera en La última cena! Acalorado, busco el fresco de Leonardo en Google.
Taquicardias. Accedo al álbum familiar de fotos en la nube. Gonzalo Miró está mi boda, en mi divorcio, en la comunión de mi primo, ¡hasta en la ecografía de mi hija! ¡No puede ser!
El tren reduce su velocidad, se acerca a la estación. Los viajeros empiezan a bajar sus maletas de los compartimentos superiores. Lo mejor será ir a tomar una tila cuando baje del vagón.
El tren se detiene. Guardo el móvil y me pongo las gafas. ¡Noooo! El señor del iPhone tiene la cara de Gonzalo Miró. Las dos señoras mayores de delante tienen la cara de Gonzalo Miró. El azafato del carrito tiene la cara de Gonzalo Miró. Todos los viajeros del vagón tienen la cara de Gonzalo Miró. Miro por la ventanilla y todas las personas del andén tienen la cara de Gonzalo Miró.
Saco el móvil, me quito las gafas. Me enfoco con la cámara frontal. Yo también soy Gonzalo Miró.
Fotografías modificadas con IA
Langsung
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