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·5 September 2025

La introspección de Leo Messi

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Parecen haber quedado muy atrás esos tiempos de caos en la selección argentina. Hoy son los mejores del mundo -hasta que alguien demuestre lo contrario- y ganarles es toda una proeza. Pero no siempre fue así. De hecho, casi nunca ha sido así, al menos en este siglo. No hay que hacer un enorme esfuerzo de memoria para recordar las finales perdidas, las peleas de los futbolistas con la prensa, el desastre de Sampaoli, la clasificación sufrida a Rusia 2018 y la posterior debacle en aquel Mundial.

Messi es hoy ídolo unánime en el Monumental se va a despedir como tal. No puede caminar por las calles argentinas sin que lo acompañen olas de gente mientras se les escapan sonrisas de saber que eso es consecuencia de haber cumplido el sueño de su vida. Pero esto tampoco fue siempre así. Messi era ídolo, claro, pero no unánime. Ganaba ligas y Copas en Barcelona, era decisivo y provocaba sonrisas, pero con Argentina "es increíble, no se me da". Algunos lo cuestionaban. Había ruido, dudas sobre su compromiso. Había quienes le negaban su lugar en el Olimpo del fútbol nacional.


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Tocó fondo en Estados Unidos, en 2016. Aquel penal fallado iba a ser su sombra durante años. No pudo más, se retiró. Pero el cuerpo le pedía estar, y volvió. Las cosas francamente no mejorar y, de no ser por un hat-trick del 10 en la última jornada de Eliminatorias contra Ecuador, Argentina se iba a quedar fuera del Mundial por primera vez en medio siglo. En Rusia, Messi y la selección no escaparon de la coherencia y los resultados fueron acordes al trabajo de los años anteriores. Se escapaba el que estaba llamado a ser el último Mundial de Leo.

Aquella generación de los Banega, Biglia, Agüero, Higuaín, entre otros, ya no daba para más. Scaloni, el "joven inexperto", tomó el relevo en medio de constantes críticas. El otro Lionel, Messi, parecía tener que conformarse con liderar a los nuevos, a sabiendas de que el ansiado título no llegaría. El 10 descendió a los infiernos y se enfrentó a la dura realidad de que, pasada la treintena, 2022 se veía lejos y quizás nunca estaría a la altura de los máximos ídolos argentinos. El rosarino emprendió un viaje interno, a lo Dante en la Comedia, para curarse, para fortalecerse, para volver a nacer.

Messi se enfrentó a sus demonios y, cuando menos se lo esperaba, se convirtió en otra cosa. Su vida cambió drásticamente. La estabilidad en Barcelona acabó y ahora era la Albiceleste la que disfrutaba de su mejor versión. Messi era otro, su vida era otra. En plena pandemia, el martirio acabó de una forma utópica; en el Maracaná, ante Brasil y un Neymar inspirado, Argentina triunfó. Se acabó el sufrimiento para Leo, que desde entonces jugó como aquel que se ha quitado unas cuantas toneladas de sus hombros. Sin el peso de la derrota encima, el crack tenía una última masterclass guardada; Catar iba a ser testigo de una de las mejores actuaciones individuales en la historia de los Mundiales. Nadie podría imaginar en 2018, mientras Mbappé destruía a Rojo y Mascherano, que Messi no solo jugaría otra Copa del Mundo, sino que esa por fin sería la vencida.

El 10 se despide este jueves. Su tierra ya no lo volverá a ver jugar un partido oficial. El final de cuento de hadas se tardó, e incluso amagó con no llegar, pero ya está aquí. Messi se despedirá con el amor unánime de su país, con la sensación de una tarea cumplida, de una carrera redonda, de un cariño correspondido. Su nombre está inscrito en lo más alto del Olimpo argentino. No podía ser de otra manera, porque la vida es cruel, pero justa. Cruel porque el mejor de todos sufrió como nadie para alcanzar su máximo anhelo, porque tuvo que verse frente a los espacios más oscuros de su ser para resurgir; justo porque el mejor de todos tendrá el final que merece.

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