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La Galerna

·14 de março de 2025

Las nanas de la cebolla

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Cartas de un madridista millennial

Hola de nuevo:

Sabes de sobra que, desde aquel espurio debate sobre el equipo del pueblo, recurro a Miguel Hernández para atemperar mi zozobra en las previas de los encuentros contra el Atlético de Madrid. Lo que empezó como broma se convirtió en costumbre, y la costumbre ha devenido ley. La tarde del miércoles mi agitación era tal que tuve que apelar a la artillería pesada, que en estos casos quiere decir suave: de modo que abrí el Cancionero y romancero de ausencias y directamente me fui a por las nanas de la cebolla. Antes de que rompa el silencio tu risa sardónica, me reconocerás que cada vez es una empresa más difícil encontrar un poema que de verdad calme los nervios.


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En este sentido, la excéntrica tradición tiene un poso de coherencia, puesto que, si uno observa bien, los Madrid-Atlético se han convertido en los derbis del “más difícil todavía”, en múltiples aspectos más allá del poético. Para el Real Madrid, cada episodio supone un ejercicio de búsqueda de una nueva forma rocambolesca de vencer: el miércoles, con medio equipo descolocado, el otro medio apático y las estrellas desaparecidas e impotentes. Rizando el rizo de la victoria en los penaltis con un giro de guion absolutamente inesperado. Por su parte, el Atleti, en su inexorable danza perpetua con la derrota, constituye una perenne factoría de tramas esperpénticas, cada una de ellas mayor que la anterior. Si los rojiblancos ya habían mordido el polvo contra su eterno rival en una tanda, la jugada de billar de Julián Álvarez pasará a los anales de la historia del fútbol como la vuelta de tuerca que no se le habría ocurrido ni al difunto Lynch. Y he de señalarte algo más. En última instancia, el duelo con los colchoneros implica otro “más difícil todavía”: cómo se puede evitar el sentir lástima por la crueldad con que el destino se esfuerza, una, y otra, y otra vez, en hurtarles de manera sádica la ilusión. He de confesarte que hay ocasiones en que me siento como un correcaminos que empatizase con el coyote.

el Atleti, en su inexorable danza perpetua con la derrota, constituye una perenne factoría de tramas esperpénticas, cada una de ellas mayor que la anterior

Sin embargo, ese ramalazo de compasión dura poco. Lo que uno tarda en escuchar a la tertulianada atlética, pleonasmo. Verbigracia, al omnipresente Miró, alguien que se pasó días jactándose de que había que seguir la literalidad del reglamento en aquel leve pisotón de Tchouaméni a Lino en la liga y que anoche utilizaba en la COPE el término “mangazo” —sorprendentemente, no para referirse a la roja perdonada a Lenglet, a la mano de Giuliano en el área o al golpe sobre Brahim—-. Existe algo de justicia en que toda esa cohorte de defensores del escudriñamiento de cada gol del Madrid con siete lupas hasta encontrar un mínimo hilo del que tirar, para manchar no ya el tanto ni la victoria, sino la historia blanca entera, bebiera anoche del amargo aceite de ricino que receta. Valga otro ejemplo: el más talentoso cronista atlético del Mundo no mencionó al árbitro en su columna; no obstante, cuando acudió al pozo de las redes sociales dijo que, una vez vista la repetición, “cambiaría cosas”. Aunque en su favor habría que reconocer que no aclaró si se refería a la columna o a dejar de ser del Aleti.

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Las estrategias de los atléticos para afrontar el estrés postraumático se suelen dividir entre la desesperada búsqueda de una coartada arbitral —a menudo recortada, o directamente inventada— y el guarecerse en la ridícula frase de Borges acerca de la superioridad estética de la derrota. Te confieso que no sé con cuál se engañan más: si con la mentira o con la ficción. Al menos, la primera mantiene la jerarquía del triunfo como objetivo, mientras que el cuento de la segunda les arrebata la dignidad que supuestamente les promete. Al fin y al cabo, una cosa es ir por la vida como Stephen Jay Gould, que abominaba de la idea de darle contenido simbólico al deporte. Pero, una vez que se asume la tentación humana de considerar al fútbol como territorio simbólico —de la misma manera que al cine, a la literatura o a cualquier arte capaz de conmover el corazón de un Sapiens—, la poética de la victoria es indiscutiblemente superior a la poética de la derrota. Como lo es la esperanza frente al narcisismo melancólico. Volviendo a nuestro Miguel Hernández, equivaldría a la felicidad que, desde su terrible derrota, el poeta deseaba para su hijo: “Desperté de ser niño: nunca despiertes. Triste llevo la boca: ríete siempre”.

Las estrategias de los atléticos para afrontar el estrés postraumático se suelen dividir entre la desesperada búsqueda de una coartada arbitral —a menudo recortada, o directamente inventada— y el guarecerse en la ridícula frase de Borges acerca de la superioridad estética de la derrota

Hoy, más tranquilo, he vuelto a hojear el volumen. La nana es un canto relajante, de intención reconfortante, que trata de ofrecer un refugio feliz al niño para que duerma plácidamente. “Ríete siempre, defendiendo la risa, pluma por pluma”. Lo más alejado que se me ocurre de un equipo cobardón, que nunca se atreve del todo a dar el paso definitivo adelante y que luego se desgañita, aferrándose el vientre, encogido en el lacerante dolor que le causa su odio intestinal. No hay duda: en los derbis la nana es el Madrid. El Aleti es escarcha, cerrada y pobre.

Cuídate. Volveré a escribirte pronto.

Pablo.

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