La Galerna
·14 de janeiro de 2025
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·14 de janeiro de 2025
Sabes desde hace mucho que en las jornadas previas a una final trato de abstraerme y busco escondites que me mantengan resguardado del mundanal ruido. De modo que, hastiado del caso Olmo —enésima prueba de lo fraudulento de ese estatuto de víctima que el Barcelona, indulgentemente, acostumbra a autoconcederse—, y sobre todo tras la catástrofe de Arabia, estos días me he cobijado en la nueva serie de Sorogoyen, Cano y Fabra, cuyo título se encuentra tan en consonancia con las fechas recién transcurridas. Había leído críticas muy dispares de Los años nuevos, sobre todo determinadas por la edad del espectador: de manera general, los de tu quinta la han considerado un producto demasiado intimista y autorreferencial, autocompasivo, estomagante…, mientras que la mayoría de los de la mía la han alabado como un espejo preciso en el que verse reflejados de manera emocionante. Esta ambivalencia ha provocado que se le haya adjudicado el adjetivo de generacional: obra maestra para los nacidos entre el final de los ochenta y el principio de los noventa, y bastante ajena para todos los demás.
Reflexionando sobre esta diversidad de perspectivas en función de la hornada a la que se pertenezca, de inmediato encontré un paralelismo con la afición del Madrid. Es cierto que la principal división entre el madridismo no la marcan tanto las diferencias de edad como las diferencias de temperamento —te dije una vez que, grosso modo, nos distribuimos entre una pesimista y esencialista Generación del 98 y una vitalista, frívola y un punto iconoclasta Generación del 27—, pero el contraste de criterios también se ve influido por la cifra que aparece en el DNI. No en vano la angustiosa necesidad de estímulos constantes que caracteriza a los millennials y sus primos menores reduce la —de por sí escasa— paciencia que el club otorga a los entrenadores y jugadores, alimentando su innata tendencia a la trituradora. Tengo pocas dudas de que Óscar, uno de los protagonistas de Los años nuevos, sería un merengue cenizo hasta el paroxismo, partidario de echar a Ancelotti o a cualquier técnico poco intervencionista, no ya por la goleada concreta de la Supercopa, sino en aras de esa ficticia sensación de control que precisa en su vida; de la misma forma que, si a Ana le gustase el fútbol, su admirable condición empática no le impediría bajar el pulgar a la mínima, empujada por su inconformismo militante.
Antes de que alces la ceja para cuestionarme la pertinencia de buscar una exégesis madridista en una serie rodada por un culé y musicalizada por un anti como Nacho Vegas —el único artista español cuyo talento consigue hacerme perdonarle tal defecto—, te responderé que no hay nada forzado en el empeño, y que, además, podría pasarme la semana entera. Otro ejemplo entre tantos: los protas están perfilados de una manera suficientemente inespecífica como para lograr que muchísimas personas puedan reconocerse en ellos. ¿No es esto acaso homologable al carácter ecuménico del Madrid, en donde, a diferencia de otras latitudes, no hay establecida desde arriba una forma correcta de ser hincha? Aunque, a la vez, todos los personajes comparten cierta insatisfacción permanente por unas expectativas desmesuradas respecto a lo que imaginaban que la vida les había prometido: ¿no es el carácter heroico del Madrid un bálsamo, pueril si se quiere, que alivia esa úlcera y vivifica tantísimos espíritus achaparrados? Y, cuando este no se presenta, como el domingo, ¿no surge un desamparo inconsolable, equiparable al de los protagonistas de la ficción? Por otro lado, ¿no muestra el marco estructural elegido para la obra, el de las sucesivas noches de fin de año, un fetichismo por aquellos rituales que reivindican aquello que permanece frente al inflexible paso del tiempo? ¿De verdad hace falta que continúe?
Cuando los hiperestimulados barcelonistas arrasaban reiteradamente nuestra área, defendida de una guisa ridícula, algunos creímos escuchar la banda sonora: júrame que esta es de nuevo la última vez, mueres por echar a correr y tu vida es una noticia incómoda y cruel. O cuando, entre incrédulos y aterrados, contemplábamos la exasperante lentitud del cronómetro: Mírame, mírame, mírame, si en segundos ya habrá transcurrido un año más. Pero también cuando, por fin, después de tanto tiempo anhelándolo, pudimos contemplar al auténtico Kylian —este sí es mi Mbappé— galopando pese a la lesión, dejando tirados a sus pares inmisericordemente: cuando el corazón es un motor mortal, es el mundo echándose a temblar, son las bombas que no dejarán en pie nada de lo miserable y vertical, son las bombas que provocan el temblor, un temblor que es placer y anula todo el horror.
Me he dejado una última cosa para el final. Algo que resulta fundamental recordar hoy, más que nunca. Se trata de la frase de Ana, auténtico clímax de la serie, presentada de tapadillo al formularse en el entorno más anticlimático posible —el interior de un coche, de madrugada, de vuelta de una asociación de ayuda a drogadictos—, y que, a pesar de los titubeos y del lenguaje informal, simboliza con la mayor precisión y solemnidad la esencia del madridismo:
Joder, al final confiar, permite ilusionarse y… Joder, la ilusión da fuerza, tío. Permite que pasen cosas, ¿no?
En Arabia, la noche sonó igual que una deflagración. Cierto. Pero, al mismo tiempo, Kylian Mbappé completó su resurgimiento. Ahora que no nos oye nadie, anota mi apuesta, que nadie podrá tachar de ventajista: va a ser un buen año, y el Madrid volverá a ser campeón. Ni siquiera hará falta que lo ruede Sorogoyen. Ahora que no puedes huir, ven y mira más de cerca. Y di que confías en mí.
Cuídate. Volveré a escribirte pronto.
Pablo.
Getty Images.