El Sevillista
·17 de setembro de 2025
"Mañana y sueños", por Martín Luna

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·17 de setembro de 2025
Eran mañanas raras, atípicas. Por una parte, mi padre me despertaba excepcionalmente temprano para ser sábado y, antes de las 8:30 de la mañana, estábamos montados en el coche para ir hacia la ciudad deportiva del Sevilla F. C. a recibir unas clases de tenis tan animosas como infructuosas.
Las Almenas, Los Arcos, La Corza, San Pablo, Su Eminencia, Carretera de Utrera (supongo) era el camino en una Sevilla preExpo en la que todo era más laborioso, menos directo, más intrincado, pero todo estaba más a mano, más a tacto. Por otra, acabadas esas clases sobre albero, nada de tierra batida, cada quince días, que era cuando jugábamos en casa, mi padre me cogía de la mano y atravesábamos la carretera que desde la entrada llevaba a la puerta de las instalaciones para, por una puertecita lateral que se encontraba donde hoy están las gradas de fondo del estadio Jesús Navas, acceder al campo de entrenamiento principal y ver a mis ídolos a diez, quince metros, sin más separación que una valla blanca avejentada y casi derrotada por el óxido (ya os digo: era una Sevilla preExpo en la que todo era más laborioso, menos directo, más intrincado, pero todo estaba más a mano, más a tacto, más humano, más sencillo). Y, como decía, a unnaranjaso de mi padre y de mí, efectivamente, allí estaban todos: los Álvarez, Serna, Nimo, Francisco, ¡el Moi, el Moi, papá, el Moi!, Ruda… Y allí que me iba yo y desde la valla los veía calentar, hacer algún ejercicio liviano y reírse. Sobre todo, reírse. Y allí estaba él, sencillo, adusto, comarcal, peinado como se peinaba mi abuelo, vestido de normalidad, atento a sus jugadores, desprovisto de halo mediático alguno. Sí, era Manolo Cardo, del que llevaba un tiempo escuchando maravillas de parte de mi padre en ese ejercicio de tradición oral que, en Sevilla, sobre todo la de preExpo, consistía en hacer a tu hijo del mismo equipo que tú narrando historias que existieron o que no. Eso era lo menos importante. Porque la infancia siempre se levantó sobre los cimientos de lo que fue o quizá no fue, pero que creímos (y defenderíamos a muerte esa fe) que hubo sido. Y allí echábamos un rato, yo con los ojos como platos, mi padre atento a cómo tocaba el balón el Niño Serna o cómo metía la puntita de la bota izquierda don Antonio Álvarez. Yo, sobre los sueños. Mi padre sobre esa tarea que se dan asimismo los padres, y que en la mayoría de las ocasiones se nos escapa a nuestra voluntad y libérrima se expresa, que es la de crear recuerdos en los hijos. Porque, si algo tenemos que hacer los que sabemos lo que es traer descendencia al mundo, es que debemos procurar pan y sueños a quien desde una altura más pequeña nos observa con admiración y amor incondicional. Los padres, las madres, tenemos que crear recuerdos imborrables e inmaculados a nuestros hijos. Y en eso consistían esas mañanas en las que estaba deseando soltar la empuñadura de la raqueta y coger la de lo onírico y ser por unos instantes Blanco, otros Francisco, otros Pintinho y todas el Moi, alegoría infalible de lo que no fue, pero creímos a pies juntilla que había ocurrido. Mañanas en las que, con la excusa de llevarme a dar clases de tenis, mi padre construía en mí recuerdos que hoy narro.
Descansa en paz, Manolo. Ojalá la tierra te sea justa y leve. Y ojalá los que te recordamos consigamos hacer feliz a tanta gente como tú hiciste.