
La Galerna
·03 de setembro de 2025
Un partido en el Bernabéu de los 90

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·03 de setembro de 2025
Había algo distinto en el fútbol de los noventa. Ir al Bernabéu entonces no tenía nada que ver con la experiencia pulida, tecnológica y segura que conocemos hoy. Aquello era otra cosa, más bruta, más visceral. Para mí, con apenas quince años, entrar a esa mole gris era como ir al zoológico, como lanzarse de cabeza a una guerra que se jugaba en la hierba, pero también en las gradas, en los vomitorios, en cada rincón del estadio.
No había tornos electrónicos ni cámaras en cada esquina. Había empujones, carnés que volaban desde la tribuna hasta la calle para que un amigo los recogiera y pudiera colarse. Había un fondo sur tomado por skinheads que entraban como una manada, abriéndose paso a codazos. El Bernabéu era un estadio para 115.000 personas, pero siempre parecía que había más, que se desbordaba por los pasillos, por las escaleras, que aquello podía venirse abajo de tanto rugir.
El ambiente tenía un color propio: gris. Todo era gris. El cemento, las butacas viejas, el cielo de Madrid en los días de invierno. Y, a la vez, aquel gris estaba envuelto en una bruma de humo. En el descanso, el estadio se llenaba del olor de los cigarrillos y los puros, un humo denso que se mezclaba con el aroma de los bocadillos de tortilla y de filetes empanados que sacaban los socios de sus bolsas. Si no llevabas nada, como me pasó más de una vez, con tus simples pipas, te querías morir del hambre.
Era un fútbol tribal, crudo. Recuerdo cómo en los telediarios mostraban a la gente durmiendo dos días antes en las taquillas para conseguir una entrada y cómo en alguna ocasión el presidente del club recibía al primero de la cola. Yo mismo lo hice, con 15 años, engañando a mis padres: les dije que iba a estudiar a casa de un amigo y me fui solo a hacer cola en el Bernabéu en pleno enero, con ese frío que no es el de ahora, era un frío más crudo, que te calaba hasta los huesos.
Estuve casi diecisiete horas esperando, helado, con las manos metidas en los bolsillos, pero con la ilusión intacta de que estaba a punto de vivir algo épico. Un par de horas antes de abrir las taquillas aquello se convirtió en un pandemónium con la gente apretándose como ganado en un camión, pasando del penetrante frío de enero a sentir un calor cada vez más agobiante, policía a caballo a escasos metros, lipotimias... Estoy convencido de que hoy no lo aguantaría. Y lo viví: conseguí mi entrada en el "gallinero" para aquel Real Madrid, 5 – Barcelona, 0 del 7 de enero de 1995. Una batalla inolvidable, una de esas noches que te marcan para siempre.
El Bernabéu también era un lugar incómodo, incluso hostil. Los baños eran un desastre, auténticos cubiles que muchos preferían evitar. Yo vi con mis propios ojos a más de uno orinando en las paredes de los vomitorios con tal de no entrar allí. Pero nada de eso importaba. Uno iba al estadio con la certeza de estar entrando en territorio sagrado. Allí dentro todo era distinto: el tiempo se paraba, la vida se concentraba en noventa minutos de pasión y nervios.
Aquel estadio de los noventa era mucho más que un campo de fútbol. Era un lugar de iniciación, una catedral que te exigía resistencia física, paciencia y valentía. Ir al Bernabéu no era un simple plan de domingo, era una experiencia total, un rito de paso, una forma de vida. Y yo, con mis quince años, lo viví con la inocencia y la locura de un niño que sentía que cada partido era una batalla épica en la que el mundo entero se jugaba algo.
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