La Galerna
·15 January 2025
In partnership with
Yahoo sportsLa Galerna
·15 January 2025
Empecemos dejando claro que soy un pésimo madridista. No veo partidos en el campo, no tengo abono y a la primera que las cosas van mal escondo la cabeza bajo la arena como los avestruces. Cada septiembre enloquezco y me da por pensar que hasta el Atlético tiene mejor equipo que nosotros porque nos falta un (introducir aquí la posición del fichaje que queríamos en el verano del año en el que leas esto).
Cuando nos llevamos una Champions suelo celebrar, bastante relajado, el éxito. Pero en pocas ocasiones me abrazo con nadie. Es un placer a menudo solitario. Las fases previas las termino viendo mirando el móvil mientras hago la cena.
Critico las cosas que me parecen mal de la gestión del club, pero me alegra tener una etapa de estabilidad institucional en la que la masa salarial está muy por encima de lo que gastamos. Iría encantado a ver todas las finales del mundo si me invitasen, pero no hago gasto ni viajo con la afición a los campos pequeños. Ni a ninguno. Nunca me tatuaré el escudo, no he comprado nunca una camiseta oficial ni me gastaré mucho más dinero que el que cuesta mi carné madridista, que pillé básicamente para intentar comprarle entradas a mi padre. No he hecho el Tour del Bernabeu y me parece fenomenal quitar el ‘Santiago’ si algún día toca.
La última paliza árabe, que aún nos duele, tiene una ventaja fundamental. Eleva a Laporta a los cielos
Soy un madridista de salón, de exigir la victoria y lamentar las derrotas. Cuando digo “hemos ganado”, soy el peor exponente de la primera persona del plural. No me enfado mucho con los árbitros y creo que Vini Jr. tiene cosas de carácter que mejorar. A menudo creo que Messi fue el mejor jugador del mundo y prefiero traer a Trent Alexander Arnold que dejar a un canterano en la banda. Soy soso, y prefiero escuchar a Álvarez de Mon discutir sobre cosas de abogados sin cambiar el tono que ponerme a los tribuneros que vociferan.
Cuando el partido está muy apretado o vamos perdiendo hay largos minutos en los que apago la tele y pierdo la fe. Doy vueltas como un animal enjaulado durante un rato y vuelvo a encenderla. Pero no consigo tener esa famosa confianza ciega en la remontada. Me basta con que la tengan los jugadores. Me encantaría ver cada encuentro en un palco VIP y departir con toda la gente a la que otros insultan. Creerme a Florentino cuando se muestra convencido de que cerrará un fichaje. Comer jamón y saludar a famosos como si fuese alguien.
Un buen amigo culé me acusa a menudo de ser más antibarcelonista que madridista. Se equivoca. No soy ni seré nunca antibarcelonista, más allá de desear que pierdan cada partido. Odio poco. Soy tan mal madridista que creo en los equilibrios de Nash. Coincido en que hace falta otro club grande que eleve la competición y me parece que El Clásico es una marca tan potente o más que LaLiga. Comprendería que Florentino hubiese ayudado a validar la cautelarísima frente al Gobierno si eso nos puede ser útil para la Superliga. No digo que me parezca bien o ético, pero lo entiendo desde un punto de vista racional.
Cuando Hansi Flick saca máximo provecho de sus jugadores, lo reconozco sin problemas. Mis tuits de la final de la Supercopa fueron un compendio de alabanzas a nuestros rivales y una crítica constante a nuestros defectos. Cuando ellos sacan a chavales potentes de la cantera, lo envidio un poco aunque haya escrito, unos párrafos atrás, que para mi equipo prefiero tener opciones contrastadas. Y si no soy coherente es porque el fútbol es enemigo de la coherencia y, a veces, hasta del sentido común. Cuando los azulgranas fueron realmente geniales no creo que ni dejar de pagar a Negreira hubiese evitado muchos de sus triunfos. Aunque por culpa de sus dirigentes nunca lo sabremos con certeza.
Laporta ha conseguido que el fútbol español y comentaristas de todo el mundo sepan a ciencia cierta que el Barcelona es menos que un club. Porque los clubes normales llegan a tiempo a las inscripciones. Porque los clubes normales sólo ponen butifarra como aperitivo
En un viaje a Alemania recuerdo consolar a un culé que vivió la ridícula eliminación frente al Liverpool. Él casi lloraba, y no me salía reírme de él, sino apoyarle. Me había pasado dos horas con el antigafe repitiéndole que no se preocupase, que tan expuestos como estaban era imposible que el perro no metiese un gol. Cuando finalmente cayeron, por dentro me alegraba pero intenté que el pobre tipo pasase el trago lo mejor que pudiese.
Soy mal madridista porque creo en la planificación estratégica a largo plazo y me gusta pensar más allá de la última derrota, de la última ventana de fichajes o de la última polémica que surja. Y, especialmente, soy mal madridista porque cada vez más soy partidario de defender y apoyar cada medida adoptada por mi ídolo Joan. El Joker. El augusto que está matando el Barça con gas de la risa.
Si Eric García es el mejor central que ha tenido nunca el Madrid en el Barça y debe ser titular en cada partido, sin duda Laporta es uno de nuestros mejores presidentes. No soy antibarcelonista si hablamos de fútbol o si obviamos mi deseo de que pierdan, pero como persona que vive de la comunicación y de la gestión de la reputación, asisto a su gestión con la boca abierta. Como un niño de los años 50 al que le enseñases una PlayStation. Es magia pura. Madridismo en vena.
Después de años escuchando al enemigo decir que somos los malos de la película porque Franco era madridista —spoiler, no lo era, lo que sí era era bastante chaquetero—; porque se ayuda al Madrid más que a otros —si no mencionan la Ciudad Deportiva no duermen bien, pero nunca hablan de otras recalificaciones—, o porque Negreira era la única forma de compensar el maltrato histórico —ojo, tú no intentes sobornar al jefe de los inspectores de Hacienda porque te salga a pagar la declaración—, de repente, por unos días, Laporta ha conseguido que el fútbol español y comentaristas de todo el mundo sepan a ciencia cierta que el Barcelona es menos que un club. Porque los clubes normales llegan a tiempo a las inscripciones y no necesitan muletas del Gobierno para operar en el mercado. Porque los clubes normales sólo ponen butifarra como aperitivo.
Laporta es como jugar al pádel con el amante de tu mujer y que, en un punto crucial empiece a darse muy fuerte con la pala en los testículos sin motivo aparente. Por un lado, no te va ayudar a ganar el partido que estás jugando, pero no puedes evitar mirarle mientras lo hace. Ni puedes dejar de sonreír.
Mi colega se queja de que escribo más en X del Barcelona que de mi propio equipo. No es exactamente cierto. Cuando ganan me da rabia pero lo acepto. Soy más de vigas que de pajas. Pero la pasión de verdad, el fan que llevo dentro, siempre sale de la mano de Joan.
Cuando filtra comidas sobre fichajes inviables. Cuando salen comunicados en la SEC riéndose de sus planes. Cuando los autos hablan de “cauciones irrisorias”. Cuando empieza a dar gritos como un poseso y hacer peinetas al Universo. Cuando Jota Jordi confunde una cautelarísima con la acción de la justicia. Cuando termino suscribiéndome a Spiderculé porque dice cosas más sensatas que la mayor parte de los comentaristas madridistas en las tertulias. Cuando Jaume Giró habla de malabaristas y payasos. ¿Cómo no querer a alguien que lo hace posible?
Laporta es como mirar, fascinado, un manual de dermatología. Sí, son cosas supurantes, abultadas, horribles y que no querrías padecer. Pero no puedes separar la mirada. Me pasa con él lo mismo que con la tripofobia. Hay gente que no puede ver sin marearse ciertos patrones que se dan en la naturaleza, como a superficie de una fresa. Yo me puedo pasar horas mirando una colmena. Dame fotos de un señor árbol en Bangladesh y seguiré su vida como si fuese la carrera deportiva de Cole Palmer o un documental de Grealish saliendo de juerga. Laporta ejerce sobre mí exactamente ese tipo de atracción.
Lo detesto, como detesto a Donald Trump o a cualquier otra persona que utilice la mentira reiterada como mecanismo de preservación del poder. Pero no puedo dejar de mirar en su dirección porque, a fin de cuentas, es otro abismo que no me devuelve la mirada. La gran ventaja de Laporta es que cada minuto que siga en el cargo nos asegura que el Barcelona no tendrá gestores profesionales, que nos ofrecerá entretenimiento del bueno en cada ventana de fichajes y que contribuirá a empeorar la reputación de nuestros rivales, pero no lo suficiente como para que El Clásico deje de serlo.
La última paliza árabe, que aún nos duele, tiene una ventaja fundamental. Eleva a Laporta a los cielos. Dicen que todo se olvida cuando entra la pelotita. Pues con cinco goles en una final, al Barcelona le da para visitar Canaletas y Laporta gana años de vigencia. Que serán, todos y cada uno de ellos, años de esplendor para nosotros. Es un precio baratísimo.
Hace unos años Joan dio un golpe de genio, que los tiene, poniendo frente al Bernabñeu una lona gigante que rezaba: “Ganas de volver a veros”. Nunca pensé que las ganas fueran a ser mutuas. Si le sacan de ahí y ponen a alguien serio, se morirá una parte de mí que no existió hasta que reapareció en nuestras vidas. “La porta”, en italiano o catalán, significa “la puerta”. Pues bien, Joan es una puerta de oportunidad a un futuro más brillante para el madridismo. Una invitación a seguir ganando títulos. Una gozada, en suma. Y con suerte, si todo sale bien, Laporta nos dará muchas más alegrías. Antes, claro está, de que tenga que salir del club por la ventana.
Getty Images