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La Galerna

·23 de diciembre de 2025

Finalista VI Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad

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Un lugar eterno

Ser bueno en algo tiene muchas ventajas en la vida pero, como todo, también inconvenientes. Nicolás casi tiene por oficio su condición de emigrante. Gran parte de su carrera profesional ha transcurrido fuera de España, trasladando el hogar, la familia, separando a los abuelos de los nietos, viviendo lejos los episodios más tristes de la vida: perder una madre, un hermano. Ya no hay cómo curar la herida más profunda; ese dolor sordo, ese zumbido en los oídos al recordar; por no haber estado, por no llegar a tiempo para un último abrazo, para que la última imagen de este mundo en esos ojos tan queridos fuera la suya.

Los días transcurren para él con el ajetreo de las responsabilidades, a veces con la sensación de que la vida es como un octógono de la UFC y el trabajo como tener a Topuria enfrente administrando golpes donde más duele, golpes que consiguen desconcertar más que dejarle KO. A veces se las apaña para esquivarlos. Algunos días se puede permitir hacer una pausa para tomar un café rápido de media mañana y estirar las piernas calle abajo, en un barrio que ya le es familiar por la costumbre. Esas veces suele dedicar unos minutos, mientras espera su expreso, a poner la mente en blanco e imaginarse ingrávido, ausente, inalcanzable para la demanda exigente de una llamada o de un mensaje electrónico. Ese instante de paz siempre le trae a la mente la misma palabra, que define su vida de manera amargamente precisa: manicomio.


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Vivir en el manicomio, sobre el alambre. Un error te manda al vacío, un olvido te mete en problemas. Un mal día de insomnio con la defensa baja te puede mandar a la lona. Hay muchos ojos alrededor, demasiadas bombillas fundidas que sustituir en el mapa. Demasiado. Es demasiado.

Algunos años fueron buenos. Los niños crecían sanos forjando cada uno su carácter en libertad. Viendo el mundo con ojos infantiles. Un mundo con menos aristas. Un mundo donde las injusticias eran resueltas invariablemente por la autoridad. Un mundo que olvidaba los errores y que perdonaba las ofensas sin rencor. La sensación de ver cómo se va desarrollando la personalidad de un hijo es incomparable a cualquier otro fenómeno de la naturaleza. Ver en ellos la sonrisa, los andares o el fruncir de ceño de un familiar cercano es un espectáculo con derecho de admisión: casi sólo los padres saben disfrutarlo. Hubo un tiempo en el que las actividades cotidianas no impedían a Nicolás tener vacaciones, las preocupaciones no le quitaban el sueño y hasta podía permitirse pasar casi todos los fines de semana sin trabajar. Últimamente, la cosa está peor. La velocidad frenética del mundo se acelera insensiblemente. Ni a los pasajeros de la bestia ni a los transeúntes que la observan les importa. No hay rastro de una mirada humana, de una sonrisa o de una pausa. Ya sólo existe la velocidad.

“La vida es como una caja de bombones”, decía un inesperado sabio contemporáneo. “Nunca sabes lo que te va a tocar”. Y a veces tocan los bombones que nadie quiere, como la soledad, la distancia en el espacio y en el tiempo, la envidia, la injusticia, la mezquindad, la insidia, el egoísmo.

Nicolás divide el tiempo entre la soledad y la completitud, los meses en los que ve pasar las semanas sin una conciencia clara de la dimensión del tiempo, subido en el tren, recorriendo una vía interminable entre lejanísimas estaciones, y los que traen el regalo de los abrazos y el contacto de la piel de los suyos. Sólo quien ha descendido en solitario hasta lo más oscuro de sí mismo es capaz de apreciar el verdadero valor de un abrazo, de un beso.

Algunos días están señalados en el calendario de Nicolás. Casi siempre con regularidad, pero a veces con periodicidad incierta. Su vida se asoma por una ventana mágica para mirar un rectángulo verde. En él observa, sufre y goza a ratos que siempre se quedan cortos, de una presencia colectiva, de una suerte de espíritu tribal que le conecta con su gente, con su ciudad, salvando un espacio inconmensurable y un océano de tiempo: "Sale el Madrid a luchar, sale el Madrid a ganar...". El Real Madrid ocupa un reducto en su cabeza que nunca será vulnerable para la locura que pugna por entrar y rebosarlo todo.

Para alguien que siempre está fuera de casa, el regreso, aun cuando no sea el definitivo, es un momento de emociones fuertes. La espera, los días previos al viaje... que no se te olvide nada. Que el diablo no aparezca con su traje de ejecutivo, como aquella vez, para aplazar o para cancelar los planes. El trayecto hacia el aeropuerto, esa despedida paulatina de las calles de cada día, de las tiendas, del ruido de esa ciudad que Nicolás ha llegado a querer tanto sin comprenderla del todo. Subirse al avión para un largo viaje siempre es especial. Escuchar el idioma y el acento con el que creciste cuando te estás acomodando en tu asiento te anticipa el olor de las sábanas de tu cama, la de casa, para acostarte y el color del cielo de Madrid desde las ventanas de tu habitación.

Los anuncios de Navidad de la tele están guionizados por personas que saben bien lo que significan los reencuentros. Hacer una maleta tú solo casi nunca es para irte de vacaciones. Es una tortura comparable con machacarte el pulgar (siempre es el pulgar) con el martillo mientras intentas clavar un clavo. Estar feliz mientras la preparas equivale a sonreír después del martillazo en lugar de blasfemar. Solo lo entiende el que lo ha vivido o quien, como Nicolás, odió preparar cada uno de los cientos de equipajes que llevaron sus huesos por el mundo durante todos estos años. Llegar a Madrid en la tercera semana de diciembre, con ese frío invernal tan conocido y, si hay suerte, en un día soleado, es lo más parecido al abrazo de una madre, para un emigrante madrileño.

Esperar la maleta, recogerla, dirigirse con ella a la salida de la terminal, le va acelerando el pulso y generando una hiperventilación que le nubla la vista. El recibimiento siempre es igual en estas fechas. Los ojos se humedecen. Los abrazos se prolongan. La oxitocina le circula por el cuerpo como cuando le pusieron anestesia aquella vez. La siente entrar por el dorso de la mano y nota cómo llega a cada extremidad mientras esa paz líquida le va desconectando el cerebro, va difuminando sinsabores, bajando la tensión eléctrica de sus mecanismos de alerta y el grado de atención de los sentidos.

Cada Navidad, invariablemente, Nicolás mantiene sus tradiciones atávicas: las comidas y cenas en familia y con los viejos amigos, con quienes compartió media vida, trabajo, pandilla, ilusiones y sueños de fútbol. Dedicar tiempo a sus hobbies. Repartir abrazos. Son días sin hora, recuerdos de fechas remotas, pero tan luminosos y coloridos como si fueran recientes. No importa que se repitan cada año las mismas anécdotas, son la chimenea encendida en una noche de nevada mientras te arropas con la vieja manta de alpaca que siempre está cerca del sofá. Las reuniones familiares se suceden en los fríos días de diciembre. Nunca falta la misma pregunta de cada año para abrir el cajón del alma que guarda el puñal que debería permanecer escondido hasta después del día de Reyes: "¿...y cuándo te vuelves a España, Nicolás?"

Las luces de la ciudad brillan como siempre. Los adornos navideños despiertan el niño interior que todos llevamos dentro, aunque aborrezcas otras navidades, aunque el mundo sea el lugar punzante, vertiginoso y caótico que vemos en las noticias. Nicolás conduce, los chicos y ella hablan de otras cosas mientras el coche avanza en dirección al destino: ese parking tan especial donde te cobran cuando llegas, para no hacerte esperar a la salida. El siguiente trayecto es a pie, unos cientos de metros. Es un camino que Nicolás recorrió decenas de veces, casi siempre en volandas entre la multitud. En algunas ocasiones, durante el paseo, soñó con viajes a bonitas ciudades en primavera.

En unos minutos va haciéndose enorme, delante de ellos, el templo, con todas las luces encendidas. Siempre la misma imagen impresionante. No importa cuántas veces la hayas visto. Ahí está, como ha estado siempre, imponente, dibujándose luminoso contra el cielo de Madrid: el Santiago Bernabéu. En medio de la ciudad. Una rareza. Un lujo excéntrico en el siglo XXI sólo posible por la voluntad de un general con un corazón de oro y un puño de hierro. Y dentro del templo, el rectángulo verde. Los 105 x 70 metros más famosos del mundo. La ventana a los sueños ya no es digital. Ahora es de verdad: es aquí y es ahora. No hay una sensación que transmita más nítidamente el presente que el momento de cruzar el umbral del estadio y contemplar el interior mientras llegas a tu asiento. Es el regalo navideño que cada año trae a Nicolás desde cualquier lugar del mundo en una peregrinación casi religiosa ("de lejos y de cerca, nos traes hasta aquí"), para despedir otro año, para reunirse con su familia, para celebrar la vida, para volver a sentir que pertenece a este lugar, traiga lo que traiga el futuro. Mientras suena la música, los jugadores blancos, que brillan como los ángeles del árbol de Navidad, van caminando sobre el césped para inmortalizar la formación que protagonizará el evento del día ("ya salen las estrellas, mi viejo Chamartín") y retumba en todas direcciones una verdad absoluta y una fe imperecedera:

¡Madrid, Madrid, Madrid, Hala Madrid!

¡Y nada más, y nada más!

¡Hala Madrid!

Feliz Navidad, madridistas.

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