La Galerna
·23 Desember 2025
Finalista VI Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad

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En casa de Roberto siempre fueron de los Reyes Magos. Y eso que Papá Noel tenía a su favor el calendario, con esos regalos que pueden disfrutarse durante todas las vacaciones, mientras que los de los Reyes exigían un atracón: ese día Roberto se quedaba con el pijama puesto hasta que volvía a hacerse de noche, con tal de no perder ni un segundo de juego. Fue así todos los años menos el de la bici, porque su madre no le iba a consentir de ninguna manera salir a la calle sin abrigarse. Y allí fue él a recorrer la acera desde la que algún día su padre le enseñaría cuatro torres que aún no existían. «Mira, Roberto: torre Figo, torre Zidane, torre Ronaldo y torre Beckham», bromeaba. Quedaban unos pocos años para que esos nombres tuviesen algún significado, pero el principal para Roberto no fue nunca futbolístico. Desde el día en que se erigieron las columnas que apuntalan el cielo de Madrid, él consideró que se habían construido con el único propósito de constatar las palabras de su padre una Navidad: «la Ciudad Deportiva está aquí mismo». Hasta que dejó de estar.
Lo que no cambió nunca, año tras año, es que al día siguiente de Reyes, el fatídico 7 de enero, Roberto tenía que regresar al colegio y dejar sus juguetes nuevos aparcados en casa. Sí, el calendario era una canallada, pero no por eso iba él a replantearse su adhesión a Sus Majestades de Oriente, porque además de la inercia familiar, Roberto aplicaba a la cuestión una lógica personalísima e irreprochable: Papá Noel no llevaba corona y era rojiblanco.
La decepción fue en enero del 94. Por entonces, Roberto creía tanto —y de forma tan temeraria— que esa Navidad escribió su carta y la echó al buzón en persona camino del colegio, es decir, sin delegar en su padre. En casa le preguntaron si había hecho su lista y él contestó que sí, que claro, que los Reyes ya sabrían lo que él había pedido y, aunque terminó por contar algunas de sus peticiones, dejó como un secreto entre él y Sus Majestades el mayor deseo de todos. Por eso, cuando la mañana de Reyes la camiseta blanca no apareció junto al belén —en su casa también eran más de belén que de árbol—, Roberto sintió una pequeña decepción y un atisbo de pánico, porque las normas de los regalos y el carbón lo dejaban todo bastante claro: tal vez no era lo suficientemente bueno.
Para colmo, al día de Reyes le siguieron más desgracias. Ese 7 de enero no fue de los peores, porque empezaba el fin de semana, pero el sábado 8... ay, el 8. Romario desatornillando a Alkorta en la frontal del área y todo lo demás. Una tortura que su corazón de niño aguantó a duras penas, con aplomo de vikingo. Sufrió tanto que su madre llegó a sugerir que Roberto no debía ver fútbol nunca más. Su padre replicó que ya se le pasaría y él los oyó discutir desde la cama impresionado, porque era algo insólito. La camiseta soñada no llegó a casa, el Barcelona le había metido cinco al Madrid y sus padres discutían. Ya no había dudas de que el universo debía de estar castigándolo.
De ser cierto, su principal falta debía de ser la terquedad. En su primera visita al Bernabéu se compró en los puestos de bocatas una bufanda con copas antediluvianas. Además de esas, su padre le señalaba también las de mitad de los 80 —que no parecían un ánfora, sino más bien un florero—, pero a Roberto, incluso en su inocencia infantil, aquello le sonaba a gato por liebre. Hasta las cinco ligas seguidas se le perdían ya en el terreno de la mitología, porque había nacido tarde. Todo le había cogido demasiado niño, pero él nunca dejó de arrimarse a su padre cuando hacía frío en la grada y así se le terminó por pegar lo esencial, que no debía de ser el calor, o no sólo el del cuerpo.
Roberto se hizo madridista en el peor momento posible y con una ilusión que fue desarbolada hasta la saciedad por el crudo viento de los tiempos. Fueron cuatro años, un silbido en una historia que ya apuntaba a centenaria, pero en la escala vital de un niño resultaron un páramo insoportable. Su padre seguía hablando de Butragueño como si fuese un crío, pero para Roberto ya era un señor mayor y en Barcelona tenían más de todo. Más estrellas, más dinero, más trofeos, más. Al parecer acababan de reinventar el fútbol, o eso decían, y su entrenador llevaba gabardina, hablaba gracioso y le daba al Chupachups en el banquillo. Hasta se habían llevado —tras una eternidad de fracasos— una de esas copas que en España eran lo nunca visto, porque ni siquiera el trofeo era ya el mismo que se apolillaba en las bufandas madridistas, aunque se llamase igual.
El Madrid estaba para derribo. En verano quisieron enmendarlo fichando a un entrenador con gomina y acento meloso. Y hasta tenía un buen bronceado y todo, porque aterrizó desde Tenerife. Era el mismo tipo al que Roberto debía sus lágrimas de las dos últimas primaveras, o eso creía él, porque todavía quedaba una eternidad para saber cuánto costaba un paquete de aloe vera. El equipo apuntaba a cambios. El día que trajeron a Laudrup, a Roberto le encantó cómo le caía la camiseta. Era la misma que él había querido en Navidad, la que llevaba unos galones como de teniente en la manga. Pero pronto se supo que la presentación había sido una chapuza más de aquellos tiempos: al danés le pusieron ropa caducada y la nueva versión del uniforme era un cambio demasiado grande para lo que un niño puede tolerar. Hasta el color morado era de un tono distinto, y en vez de los galones tenía un rastro de huellas como si un gato se hubiese paseado por encima después de meter las patas en un bote de pintura. Claro, que no sólo le disgustó a él, porque su padre la elevó al rango de herejía. Siempre fue un purista de la pulcritud. «Limpia y blanca que no empaña», «cuando pierde da la mano», esas cosas que todo el mundo iba dando por pasadas de moda. Camino al estadio se cagaba en Reny Picot —aunque él siempre dijo René, René Picot, que debía sonarle más francés todavía— y en la Zanussi y en la Otaysa y en la Parmalat y en la Teka y en la madre que parió al fútbol moderno (de eso hará treinta o cuarenta años, y el fútbol entonces ya no era el de antes).
Al final del otoño, la temporada ya pintaba bien, pero Roberto todavía no se fiaba, porque desde enero estaba abonado al desengaño. Todos tenemos una Navidad de dejar de creer y otra de resucitar la magia (es decir, lo que tardan Sus Majestades de Oriente en encontrar nuestra nueva dirección postal), pero lo que a otros les sucede mediante la adultez, la paternidad y un puñado de lustros, a él le pasó de forma consecutiva, sin dejar nunca de ser niño ni de jugar. De una Navidad a la siguiente, y tiro por que me toca.
Supo que durante las vacaciones escolares abrirían los entrenamientos al público. Y su padre le dijo que sí, que irían, entre otras cosas porque «la Ciudad Deportiva está aquí mismo». Y allá se fueron con más frío que nunca, con la bufanda de las copas que nadie había visto en color anudada en la garganta y con gorro y con un bocata y con guantes y con varias cosas más que les dio su madre. Y Roberto vio de cerca a todos los jugadores, incluyendo a quien era ya su ídolo, que era un chaval recién subido sin escalas del C y que había mandado al banquillo nada menos que a Butragueño. Ese fue el motivo por el cual su padre no tragó jamás a Raúl, pero a Roberto le gustaba porque era tan joven como los más mayores de su colegio, es decir, mayor sin exagerar, que es la mejor manera de ser joven y quizás la única manera inteligente de ser adulto. En la grada de cemento, aquel día, su padre le animó para que pidiera su camiseta a los Reyes, «la morada, con la que debutó el chaval», pero Roberto le confesó la verdad: la que él hubiera querido era la anterior, la de los galones, aunque no hubieran ganado nada con ella. Más o menos ahí debió de ser cuando el renegado de la Parmalat y de la Teka entendió que el fútbol sirve, entre otras cosas, para enseñarle a los viejos que nunca se es demasiado joven para la nostalgia.
Además de ellos dos, por allí había una turbamulta de padres y de niños que llamaban a los jugadores. Si alguno se acercaba un poco, todos le gritaban cosas parecidas: «¡Cinco, tenéis que meterles cinco!». Era como si con las vacaciones escolares en la ciudad se hubiera declarado una epidemia infantil de excitación, porque el destino —o eso creía Roberto entonces, porque aún no sabía cuánto vale un pack de aloe vera— había querido que el calendario de una temporada calcase con precisión al de la anterior, igual que había pasado con lo de Tenerife durante los dos últimos años. ¡Cuánta casualidad! Otra vez había que jugar contra el Barça a la vuelta de Navidad y esta vez era en la fecha más odiosa del año, el 7 de enero. Al menos era sábado.
1995 empezó con una semana que no se acababa nunca. El partido lo vio en casa con la bufanda desplegada sobre la tele y cumplió con lo prometido por los sueños. Bam-bam-bam, tres de Zamorano. Y una asistencia a su amigazo. Y antes otro que mandó al palo y que fue el cuarto, de cuyo nombre no quiero acordarme. Y no marcó Raúl pero a Roberto le dio igual, porque los dos eran jóvenes y les quedaba toda la vida por delante. Y fue como si el día de Reyes ese año hubiese durado el doble: un atracón de juego.
Sin embargo, la gran alegría para Roberto había sido la mañana anterior. Su epifanía había sido encontrar junto al belén una camiseta absurda, anacrónica, imperfecta y, sobre todo, suya: galones como de teniente en los hombros, Teka en el pecho y el 7 en la espalda, pero no un 7 cualquiera. La particularidad era que el dorsal estaba impreso —con tosquedad de puesto ambulante— en otro morado distinto al del resto de detalles de la camiseta. Se trataba, sin duda, de un tono mucho más cercano al que estaba vigente esa temporada, pero a primera vista producía el efecto contrario, como si fuese el número el que estaba anticuado, y no la prenda. Con ella enfundada encima del pijama, Roberto pasó las últimas horas antes del partido jugando y no volvió a sufrir más por el resultado, porque había dejado de tener dudas. Antes de haberlo visto sobre el césped él ya lo tenía todo claro: los Reyes siempre vuelven.
A veces un semáforo los detiene en seco cuando van hacia el colegio y Roberto busca la silueta de las torres elevándose sobre Madrid. Entonces le dice a su hijo que justo ahí estaba la antigua Ciudad Deportiva y, como las copas de las bufandas ya no tienen polillas ni son en blanco y negro, también querría poder explicarle lo frío que estaba el cemento de aquel graderío el día en que todos los niños se desgañitaban pidiendo el mismo deseo, y el deseo se cumplió. Vestido con su extraña camiseta talismán (mitad Butragueño, mitad Raúl), Roberto ya ha visto lo nunca visto: nueve Copas de Europa ganadas. Y muchas más perdidas, aunque de esas se hable menos. Y por el camino le han salido canas, pero él sigue sin saber muy bien cómo se hace lo de ser padre —quizás no lo sepa nunca; tal vez aún le pese no ser lo suficientemente bueno—, así que por ahora empieza a hablarle a su hijo de las cosas que decía el abuelo en la Ciudad Deportiva. Hasta que dejó de estar.
Fue en unas vacaciones de Navidad inolvidables y de otro siglo, cuando de verdad había que abrigarse. Roberto lo recuerda como si fuera ayer: el invierno había durado cuatro años y los Reyes Magos encontraron otra vez el camino a casa.
Imágenes Gemini
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