Finalista VI Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad | OneFootball

Finalista VI Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad | OneFootball

In partnership with

Yahoo sports
Icon: La Galerna

La Galerna

·23 Desember 2025

Finalista VI Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad

Gambar artikel:Finalista VI Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad

El penúltimo invierno de la carpeta azul

Cuando uno se acerca a los cuarenta años, acaba por descubrir una serie de cosas. Por ejemplo, que una resaca dura más que algunas relaciones. O que el tiempo corre como Mbappé al espacio: sin preguntar, sin esperar y sin mirar atrás. A un servidor, la autenticidad del segundo cliché se le reveló un diciembre, cuando Madrid empieza a oler a castañas para alegría de los provincianos que la visitamos en tan entrañables fechas. Esos días en que la gente busca excusas para postergar hasta el año nuevo las promesas que no cumplió con el inicio del curso escolar.

Yo, como tantos otros, tenía una carpeta azul donde guardaba esas promesas no cumplidas. El color se había desteñido ligeramente, deslizándose hacia una frontera imprecisa entre el azul y el morado; me gustaba pensar que suponía un homenaje azaroso a los distintos cromatismos del escudo del Real Madrid. La había comprado a principios de los 2000, en una papelería que ya no existe, en una ciudad en la que ya no vivo, ridículamente convencido de que me iba a servir para ordenar mi vida como quien ordena una defensa: colocando cada cosa en su sitio, cerrando espacios, haciendo basculaciones. La realidad es que terminó constituyendo un archivo de ocurrencias caóticas: fotos de viajes mal encuadradas, entradas de partidos, cartas que nunca envié, poemas que jamás deberían ver la luz, y el borrador de una novela que, en justicia, únicamente podía considerarse como tal por tener más de cien páginas. Y, por supuesto, en la carpeta también guardaba una postal de Eva.


Video OneFootball


Eva era la chica con la que salía cuando tenía veinte años y demasiadas certezas. Lucía la sonrisa de quien ha leído mucho y ha discutido poco, y una forma de mirar que parecía haber llegado antes a las conclusiones y que convertía en innecesarias las réplicas. Era madridista, pero de esa minoría que entiende el fútbol como un ritual íntimo: el partido, el sofá, un chocolate caliente y ese silencio casi religioso con el que esperaba las jugadas importantes. “El Madrid me gusta así —me decía—, en calma primero, en tormenta después”.

Nos dejamos mutuamente, que a menudo es la manera elegante de decir que fuimos jóvenes, torpes y algo cobardes. Aunque en ningún caso le guardé rencor. Al revés, cada diciembre la recordaba con la nostalgia justa, como un gol mal anulado o un abrazo que se quedó a medio camino. Hasta que este diciembre, el del frío anticipado, el del peligroso acercamiento a la crisis de los cuarenta, el de la carpeta azul amenazando con desbordarse, Eva reapareció.

Coincidimos en un mercado navideño de la Plaza Mayor, mientras trataba de comprar turrón sin que el vendedor la convenciera de llevarse todas las existencias del resto de productos. Yo estaba detrás, esperando mi turno para llevarme unos adornos que no necesitaba y que seguramente acabarían en la famosa carpeta. Cuando se giró, me reconoció al instante.

—Hola —dijo, con una voz que sonaba distinta.

—Hola —respondí, intentando aparentar una seguridad poco creíble.

Hubo un silencio breve, del tamaño exacto para que cupiera un recuerdo y medio.

—Estás igual —mintió ella.

—Tú también —mentí yo.

Inmediatamente soltamos una carcajada espontánea, desterrando cualquier dramatismo, y caminamos un rato por el mercado. Hablamos de nuestras vidas, de amigos comunes, de trabajos, de fracasos asumidos y de algunas manías nuevas. Ella seguía siendo del Madrid, si bien la conversación de repente adquirió derroteros menos festivos. Me confesó que hacía años que intentaba recuperar la ilusión por la Navidad, pero cada vez se le hacía más cuesta arriba. Le contesté que me pasaba igual, subrayando que diciembre a menudo parecía calzarse unas botas de plomo. En ese momento añadió:

—Quizá es porque ya no esperamos sorpresas. A los veinte todo sorprende. A los cuarenta, casi nada.

Un poco abrumado por la repentina ráfaga de intensidad, quise reconducir el tono.

—El Madrid aún lo consigue —repliqué.

Eva calló y me regaló una de sus fabulosas sonrisas. Antes de despedirnos, me preguntó si iba al partido del 23 de diciembre. Le confesé que desde hacía algunos lustros había instaurado esa tradición, absolutamente sagrada, cuadrando cada invierno las vacaciones laborales para siempre poder acudir a la jornada previa a la Navidad. Me dijo entonces que casualmente también tenía planeado acudir, puesto que su hermano, con el que llegaba tarde a almorzar, poseía un abono que no usaba cuando hacía frío. Rompimos el siguiente silencio con un abrazo que duró medio segundo más de la cortesía, mientras nos deseábamos felices fiestas. La observé alejarse calle abajo antes de que una boca de metro la engullese.

La tarde del encuentro, el Bernabéu refulgía como en un sueño infantil. Entré con mi carpeta azul a modo de talismán, ese día metida en una mochila para fingir que era un intelectual y no un archivador ambulante de nostalgias. Solo, pues mi acompañante me había dado plantón, lo cual me irritaba sobremanera. Sin embargo, la vida, cuando quiere parecerse al Madrid, lo hace a conciencia: inesperada, incómoda y, a su manera, gloriosa.

Eva estaba sentada tres asientos a mi izquierda.

Nos saludamos con una mezcla de sorpresa y humor. Comentó que aquella semana parecía un guion, y yo respondí que sí, aunque uno escrito con prisas, de esos que confían más en el azar que en la coherencia. Añadí que el guionista, de haberlo, debía de ser torpe, pero bienintencionado. Ella evitó calificar mi pedantería y dirigió sus ojos al césped, ahogada la charla por el himno atronador. Aquella fecha tuvo todo lo que se necesita para disfrutar de una experiencia en el estadio: rival detestable, polémica en contra, nervios, y un Madrid que remonta en el último suspiro para justificar nuestro sufrimiento.

En el minuto 90 llegó el gol de la victoria. El estadio rugió, el madridismo rugió, Madrid rugió, y Eva me agarró del brazo súbitamente, como si no lo hubiera pensado. Yo tampoco reflexioné, simplemente dejé que ocurriera. El gol, la euforia compartida, la sensación jubilosa de que el tiempo, de vez en cuando, se toma un descanso de sí mismo. Al salir del estadio, anduvimos juntos por la Castellana.

—¿Sabes? Me alegro de haberte encontrado. A los cuarenta no pasa tanto.

—A los cuarenta nada pasa solo —acerté a balbucear.

La contemplé fijamente y me devolvió otra de sus sonrisas. No era una historia nueva, si bien tampoco era la misma. Me dije que quizá ahí reside la magia: en que el tiempo, con toda su prisa, en ocasiones deja una pequeña ventana para las segundas oportunidades. Las cuales, ciertamente, no son como las primeras… A menudo son mejores, porque saben que el reloj corre.

Nos despedimos con un gesto sencillo. Sin beso y sin fuegos artificiales, pero con una vibración compartida. Prometió que me llamaría después de las fiestas.

Cuando llegué a casa, abrí la carpeta azul. Por primera vez en veinte años, saqué cosas, tiré otras, hice espacio. Debo confesar que no sé exactamente para qué. O quizá sí. Para lo que venga.

Imágenes Gemini

Lihat jejak penerbit